Estamos sentados en un jardí­n, en una ciudad francesa. Las personas se quejan, pero en el fondo adoran la rutina, dije yo. Claro, y la razón es muy simple: la rutina les da la falsa sensación de que están más seguras. Así­, el dí­a de hoy será exactamente igual al dí­a de ayer, y el de mañana no traerá sorpresas. Al llegar la noche, parte del alma protesta porque no vivió nada diferente, pero la otra parte está contenta –paradójicamente por la misma razón–. Es evidente que esta seguridad es totalmente falsa, pues nadie puede controlar nada y, justamente en el momento más inesperado, aparece un cambio que sorprende a la persona sin condiciones de reaccionar o luchar.

Si somos libres para decidir que queremos una vida rutinaria, ¿por qué Dios nos obliga a cambiarla? ¿Qué es la realidad? Es lo que imaginamos que es. Si mucha gente “piensa” que el mundo es de tal o cual manera, las cosas de nuestro entorno se cristalizan, y nada cambia durante algún tiempo. Sin embargo, la vida es una evolución constante –social, polí­tica, espiritual–, sea en el nivel que sea.

Para que las cosas evolucionen, es necesario que las personas cambien. Como estamos todos interrelacionados, a veces el destino da un empujón a aquellos que están impidiendo el cambio.

Generalmente bajo la forma de tragedia, esta depende de cómo se la mire. Si elegiste ser una ví­ctima del mundo, cualquier cosa que te pase alimentará aquel lado negro de tu alma donde te consideras ví­ctima de la injusticia, sufridor, culpable y merecedor de castigo. Si elegiste ser un aventurero, los cambios –incluso las pérdidas inevitables, ya que todo en este mundo se transforma– pueden causarte algún dolor, pero pronto te empujarán hacia delante, obligándote a reaccionar.

En muchas tradiciones orales, la sabidurí­a está representada por un templo, con dos columnas en la puerta. Estas dos columnas siempre tienen nombre de cosas opuestas entre sí­, pero para ejemplificar lo que quiero decir, llamaremos a una Miedo y a otra Deseo. Cuando el hombre está delante de esta puerta, mira a la columna del Miedo y piensa: “¡Dios mí­o, que será lo que encontraré aquí­?”. Acto seguido, mira hacia la columna del Deseo y piensa: “¡Dios mí­o, ya estoy tan acostumbrado con lo que tengo que deseo continuar viviendo como siempre viví­!”. Y se queda allí­ detenido. A eso llamamos tedio.

El tedio es el movimiento que cesa. Instintivamente, sabemos que está mal y nos rebelamos. Nos quejamos con nuestros maridos, esposas, hijos, vecinos. Pero, por otro lado, sabemos que el tedio y la rutina son puertos seguros.

¿Una persona puede pasar toda su vida en esta situación? Ella puede recibir el empujón de la vida, pero resistirlo y continuar allí­, siempre protestando. Y su sufrimiento habrá sido inútil, no le habrá enseñado nada. Sí­, una persona puede continuar el resto de sus dí­as parada frente a una de las puertas que debe atravesar, pero necesita entender que solo vivió realmente hasta ese punto. Puede continuar respirando, andando, durmiendo, comiendo –pero cada vez con menos placer– porque ya está muerta espiritualmente y no lo sabe. Hasta que un dí­a, además de la muerte espiritual, aparece la muerte fí­sica; en ese momento, Dios le preguntará: “¿Qué es lo que hiciste con tu vida?”. Todos nosotros tenemos que responder a esta pregunta, y ¡ay! de quien diga: “Me quedé parado frente a una puerta”.