‘Mi Isla, Mi casa’, se lee en la camiseta de Adrián, nuestro guía en Santa Cruz del Islote, que se vende como la isla más densamente poblada del mundo. Estoy en el caribe colombiano, apenas a 33 millas náuticas de Cartagena, transportada siglos atrás, o más bien, años al futuro, a un mundo de agua.

Camino por callejones de un metro de ancho, de esta isla artificial del tamaño de una cancha de fútbol, donde viven 813 personas. La gente pasa por entre nosotros con platos de comida, como si se desplazaran de la cocina a la sala, conversan a todo pulmón junto a parlantes con música estridente. Es difícil escuchar al guía: “Esta es la calle de la Cruz, la principal”, señala Adrián apuntando a lo que tendrá máximo 30 metros de largo y 3 de ancho. “Por aquí se lleva el féretro del difunto antes de trasladarlo en bote al cementerio en la isla Tintipan”.

Recuerdo la película de ciencia ficción Water World, en la que los cadáveres se reciclaban y el manjar más preciado era un sorbo de agua dulce, un mundo sin tierra firme por aumento del nivel del mar. En esta isla se evidencian los efectos del cambio climático. Unos grados centígrados más y desaparece, como Cartagena (que ya pasa inundada gran parte del año), y como muchas ciudades costeras. Sin embargo, seguimos utilizando combustibles fósiles, indiferentes a las señales de advertencia del planeta.

No hay plantas, no hay espacio, a veces pareciera que no queda aire tampoco.

No existe alcantarillado, ni pozos sépticos. Las aguas negras se canalizan por el centro de las estrechas calles, y el olor es desagradable e intenso. De vez en cuando pasa una mujer salpicando cloro, sin trapear. La basura permanece regada en las esquinas.

Parada obligatoria del tour es el muro donde se han escrito frases en jerga local como “Espeluque” o “socroso”. Esto es un elemento de identidad de los habitantes, así como sus peleas de gallos, o como los hombres sentados en las aceras jugando dominó, o bingo. A fines de los 1800 varios pescadores construyeron este islote sobre un arrecife, para pernoctar guarecidos de los mosquitos del manglar.

De coral apilado, piedras y cemento fue creciendo, hasta ser hoy una sola casa, con 12 barrios, 213 niños y una escuela. Las viviendas se han pintado con hermosos murales de colores, un toque de luz junto al mar, que siempre alegra, aunque cuelguen en sus portales jaulas diminutas con aves silvestres: tangaras, papamoscas, y orioles.

Andrés dice que luego las liberan, pero pongo en tela de duda muchas de sus historias. La electricidad se genera a través de paneles solares y recolectan agua de lluvia en una cisterna comunitaria. Es, al fin y al cabo, un pueblo donde las cosas pertenecen a todos, más que a uno solo.

En un espacio tan reducido las relaciones interpersonales seguramente son únicas, sin distinción entre lo público y privado. Por los últimos nueve años han recibido turistas que transitan por sus vidas. La población continúa con sus gritos, fiestas, ajenos a los que observan, los voyeristas. ¿Dónde está el aprendizaje, de parte y parte? ¿Recibirán un retorno económico suficiente y compartido? Recuerdo el libro Un mundo feliz, de Huxley. Esta visita me crea un dilema moral.

El turismo debería ser más que una exhibición de las diferencias, una confirmación de lo que nos define como humanos; pero para ello se necesita una interacción sana, en igualdad de condiciones, no con unos “observadores” y otros “observados”.

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