Señor Dios mío, no tengo idea de adónde voy,
No veo el camino delante de mí.
No puedo saber con certeza dónde terminará,
ni me conozco realmente,
y el hecho de que creo que estoy siguiendo tu voluntad
no significa que realmente lo esté haciendo.
Pero yo creo que el deseo de complacerte de hecho te complace.
Y espero tener ese deseo en todo lo que estoy haciendo.
Espero que nunca voy a hacer nada aparte de ese deseo.
Y sé que si hago esto me llevarás por el camino correcto,
aunque no sepa nada al respecto.
No temeré, porque siempre estarás conmigo,
y nunca me dejarás enfrentar solo mis peligros.
(Tomado de Pensamientos en soledad de Thomas Merton).
Tus manos
El maestro y su discípulo caminan por los desiertos de Arabia. El maestro aprovecha cada momento del viaje para enseñar al discípulo acerca de la fe.
–Confía lo tuyo a Dios -decía-. Pues Él jamás abandona a sus hijos.
De noche, al acampar, el maestro le pidió al discípulo que atase los caballos a una roca cercana.
El discípulo fue a la roca, pero entonces recordó lo que había aprendido aquella tarde.
“El Maestro debe de estar poniéndome a prueba. En realidad, debo confiar los caballos a Dios”.
Y dejó sueltos a los caballos.
A la mañana siguiente, descubrió que los animales se habían escapado. Furioso, buscó al maestro.
-¡Tú no sabes nada de Dios! Ayer aprendí que debía confiar ciegamente en la Providencia, así que entregué los caballos a Dios para que los cuidara. ¡Pero han desaparecido!
-Dios quería cuidar de los caballos -respondió el maestro-. Pero, en aquel momento, necesitaba de tus manos para atarlos, y tú no se las prestaste.