Una cabaña en una isla de bosque tropical, a menos de 20 pasos del mar. En el agua cristalina, se refleja un cielo turquesa profundo. Bajo ese mar, corales y peces de colores, rayas y tortugas.

Es el paraíso. Pero cuando pasas 85 días sin poder salir de ese sitio, cuando tu máxima comunicación con otras personas son 15 minutos de plática diaria con el administrador de tu hotel, y mientras tu ciudad es una de las más golpeadas por una pandemia mundial, lo paradisíaco se desvanece como las olas.

El fotógrafo ecuatoriano Manuel Avilés pasó su confinamiento por la pandemia por coronavirus COVID-19 en Tioman, una pequeña isla al este de Malasia, en la parte asiática del océano Pacífico.

Publicidad

El guayaquileño comenzó su travesía mundial en Perú, a finales de 2018, con el objetivo de recorrer 75 países fotografiando sus paisajes y su gente. Luego de Perú, fue a Bolivia y recorrió parte de Ecuador y América, para luego cruzar a Europa.

Con más de 20 naciones recorridas en esta aventura, centenares de fotos y experiencias, comenzó el 2020 en África. Fue en febrero, mientras estaba con la tribu Masai en Kenia (foto,abajo), cuando escuchó por primera vez sobre el coronavirus.

“Se rumoraba de un virus ‘molestando’ en China, pero, engañados, pensamos que no era nada grande, solo casos aislados”, relata.

Publicidad

Pasó a Tanzania, a la isla Zanzíbar. El virus ya no afectaba solo a los chinos y se extendía por todo el mundo. En India la cosa se puso fea, cuenta. Los casos de COVID-19 aumentaban exponencialmente y la cónsul de Ecuador le dijo que no habría espacio para los indios en los hospitales, peor para los extranjeros.

Tuvo que decidir entre ir a Indonesia o Malasia. Eligió el último, porque una amiga que había hecho en Egipto tiene allí una escuela de buceo. Su amiga se quedó atrapada en Filipinas hasta hoy.

Publicidad

Manuel pensó que estaría en Tioman unas dos semanas, pero el confinamiento duró casi tres meses. Al inicio todo era novedoso: dormir cerca del mar, hacer snorkeling, ver los monos robar comida en el hotel, asustarse con los lagartos que pasean libres… “Como Laguna Azul, pero sin Brooke Shields -dice-, pero con el paso de los días “no hacía nada, nada, la rutina me mataba”.

Guayaquil se convirtió en un foco de la pandemia. Con la angustia de tener a su padre delicado de salud por cáncer y con las noticias de muertes de conocidos a diario, Avilés se dormía al amanecer, pues la diferencia de horario entre Tioman y nuestro país es de 13 horas.

Dejó de ver si el día estaba soleado o no. Dejó de disfrutar del mar. La angustia y el dolor por Ecuador lo habían alcanzado allí, a 19 547 km de su tierra.

La espera se hizo eterna. Calmó sus ansias editando fotos, haciendo cursos online y cocinando encebollado, arroz con menestra, llapingacho y otros platos típicos.

Publicidad

El día 85, tras el fin del confinamiento en Malasia, se despidió de la isla para ir unos días a Kuala Lumpur y de allí otro de los pocos lugares con fronteras abiertas: Turquía.

Salió como un niño recién nacido, pues en Tioman no había casos de COVID-19 y la gente no guardaba medidas de seguridad.

“No sabía lo que era usar alcohol, ponerte mascarilla siempre; no sabes cuántas veces tomé agua de la botella con mascarilla puesta. Me tomó días acostumbrarme”, confiesa.

Turquía le dio la paz, la alegría y las fotografías que necesitaba. “La comida es rica, la gente es amable a más no poder, tiene lugares maravillosos”, dice Avilés, que durante un mes y medio allí recorrió lugares turísticos como Estambul y Capadocia y otros desconocidos.

Un periodista deportivo lo retó a visitar al futbolista esmeraldeño Arturo Mina, que juega en la liga turca y esto le dio la oportunidad de conocer el lado este del país, la zona rural.

Conoció “lugares maravillosos” como Mardin, la zona de los kurdos y cruzó la frontera con Siria. “Las cosas suceden por algo, puede sonar como un consuelo tonto, pero he aprendido en este viaje que cada cosa que me pasa me lleva a algo mejor”, cree Avilés.

Por eso, aunque su itinerario cambió totalmente con la pandemia, la visita a Mina, de quien dice “es un tipazo”, resultó en unas fotos bellísimas: mujeres kurdas envueltas en pañuelos de colores, ojos que traspasan la fotografía y pieles plegadas con/de historia.

Son sus fotos preferidas: las de personas en su estado natural. Avilés dice que pregunta tantas cosas a las personas es sus viajes que hasta ‘cae mal’. “No tomo fotos a los kurdos porque los colores son bonitos, quiero saber cómo los tratan en Turquía, si creen que alguna vez tendrán un país propio, no hablar por hablar (…) investigo mucho”, explica.

Hay un instante preciso, sin tiempo determinado, en el que el hielo entre el fotógrafo y el fotografiado se rompe, y allí, “cuando su alma sale a flote”, detalla, los resultados son magníficos.

La historia

El amor por la fotografía costumbrista nació cuando tenía 19 años y vivió seis meses haciendo voluntariado en Yaupi, en el Oriente ecuatoriano. Pasaba el tiempo libre captando los quehaceres de los indígenas con una cámara de rollo.

Petra, Jordania. Foto: Manuel Avilés

En cambio, el gusto por los viajes lo tiene desde cuando era un niño. Su papá lo llevó a su pueblo natal, San José del Tambo, en Bolívar, cuyo terreno “es plano y de repente comienza la montaña. Quedé hipnotizado con ese lugar, por eso soy ingeniero agropecuario y tengo este amor por el campo, por la naturaleza”.

En él, estos dos amores no pueden existir por separado. Avilés no concibe un viaje sin fotografías, lo sentiría “incompleto” y “no tuviera sentido”.

Este “match” de pasiones es su válvula de escape. Quizás por ello emprendió este viaje: nada lo ataba a Ecuador y estaba buscando un giro en su profesión, qué mejor momento para tomar su mochila e irse a recorrer el mundo.

Con dinero ahorrado, otro ingreso que tiene por un arriendo y el auspicio de una entidad financiera -en la primera parte del viaje- ha ido país tras país “encontrando tesoros”, como le dice el fotógrafo a estos momentos misteriosos en los que las fotografías salen mejor de lo esperado.

Le pasó en Lençois Maranhensis (Brasil), Uyuni (Bolivia), buceando en Roatan (Guatemala), en el Quilotoa y Los Frailes. Con los indígenas de Otavalo, los huaoranis y los negros del Chota. Lo sintió en Etiopía, el lugar del origen del hombre. Hubo un amor/odio. “Me intentaron robar, es inseguro, pero en mi top 10 de fotos de este viaje hay cuatro de allí”, comenta.

No todo es placer en un viaje como este. Gran parte del tiempo estás cargando maletas, haciendo trámites de visas, durmiendo en aeropuertos esperando conexiones, buscando hotel y comida con un presupuesto bajísimo…

Las dos maletas de Avilés suman 90 libras y antes de la pandemia cambiaba de país en un promedio de tres días. Es el precio que se paga por descubrir el mundo.

El primer día de esta entrevista, Manuel Avilés había regresado a Serbia desde Bosnia, porque no lo dejaron quedarse sin un resultado de prueba de COVID-19. La incertidumbre de no saber si podrá seguir su ruta es lo que más le ha afectado. Los ecuatorianos necesitamos visa para ingresar a casi todos los países y ahora en pandemia estamos en categoría C, es decir que necesitamos prueba COVID-19 y además hacer cuarentena.

Además, no en todos los lugares te reciben con afabilidad. “Nunca había conocido gente tan ‘turra’ como la de Serbia, quizás son las cosas de la guerra (…) te tratan mal, igual con su propia gente (…) me voy decepcionado, dice.

Atrás de él, se escuchó una voz con acento guayaquileño. Carlos lleva años viviendo en Europa y trabaja en el hotel donde se hospedó Avilés. “Imagina oír un ‘ñañosh’ en vivo, después de tanto tiempo”, cuenta sobre el ecuatoriano que alegró su tiempo en Serbia.

Ahora Manuel está en de vuelta en Turquía. En unos días espera partir hacia Nepal para hacer un trekking al campo base del monte Everest. Le faltarían 37 países para lograr su objetivo, en el que no quiere que se le escapen la Muralla China y el Coliseo Romano.

Mujer kurda, en Turquía. Foto: Manuel Avilés

Tras estos meses de pandemia, el viaje de la vida de Manuel Avilés se ha vuelto distinto, a veces emocionante, a veces triste, “porque lo mejor de viajar es compartir, hacer nuevos amigos”, y la realidad hoy es que los hoteles están vacíos y la gente que depende del turismo en cada lugar tiene problemas económicos.

Aunque no lo imaginó así y es sacrificado en muchos aspectos, “el viaje ha sido una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida”, responde sin dudar. “No voy a renunciar a esto por más COVID-19 que haya”.

Luego, volverá a Ecuador “más enamorado de su país”, porque está seguro que no hay otro lugar mejor en el mundo para vivir que Guayaquil. Expondrá sus fotos y contará lo aprendido en esta larga ruta.

Espera que lo que pueda mostrarle a la gente ayude a comprender que en Ecuador somos privilegiados, pero como tenemos los recursos en nuestras narices, no nos damos cuenta. Un ejemplo, dice: en otros países la pesca es mínima. Eso de comer mariscos, unos camarones por cinco o seis dólares y tomarte una cerveza viendo el mar, eso “no pasa en cualquier lugar”. (I)