El movimiento #MeToo ha sometido a escrutinio a algunos de los hombres más poderosos del mundo, desde políticos y magnates del cine en Estados Unidos hasta titanes empresariales y leyendas de Bollywood en India. El más reciente ejemplo ha sido el expresidente de Costa Rica, Óscar Arias Sánchez a quien varias mujeres acusaron la semana pasada de conducta sexual inapropiada.

No obstante, ha sido poco el efecto que el movimiento ha tenido en el problema más generalizado de abuso sexual, acoso y violencia que perpetran los hombres que no son ni famosos ni tan poderosos.

De acuerdo con Sarah Khan, politóloga de la Universidad de Yale, parte de la explicación quizá radique en un concepto social que los científicos llaman “conocimiento común”: la idea de que el cambio sistémico se moldea a partir de las percepciones que las personas tienen sobre las creencias y los valores de lo demás y no solo en lo que uno cree al respecto.

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Eso quiere decir que la reducción de la conducta sexual inapropiada plantea una especie de problema de coordinación: no solo se debe cambiar la perspectiva que la gente tiene del tema, sino que también se les debe mostrar que las perspectivas de los demás han cambiado de la misma manera.

Sin embargo, a pesar de que #MeToo ha logrado crear un conocimiento común en torno a la conducta inapropiada de los hombres poderosos como Harvey Weinstein, ha fracasado en cuanto a crear un consenso en una escala más amplia, lo cual es crucial.

El movimiento ha tenido una capacidad limitada para crear un conocimiento común sobre el comportamiento predatorio más allá de los Harvey Weinsteins del mundo. Esto se debe en parte a los mismos desequilibrios de poder que en primera instancia exponen a las mujeres al abuso sexual.

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Michael Chwe, politólogo en la Universidad de California, campus Los Ángeles, argumenta que para crear un conocimiento común se requieren “rituales públicos”: mítines, eventos mediáticos y otras experiencias compartidas que tengan la capacidad no solo de persuadir a la gente sino también de mostrarle las creencias de los demás.

Un estudio realizado en México reveló que cuando las personas escucharon una radionovela con un mensaje contrario a la violencia doméstica desde la privacidad de su hogar, sus creencias cambiaron un poco. Pero cuando el programa se transmitió en espacios públicos, de manera que los residentes sabían que sus vecinos también habían recibido el mensaje, la tolerancia del abuso a las mujeres disminuyó considerablemente.

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La historia de Harvey Weinstein fue difundida por dos mujeres que trabajan para The New York Times, Jodi Kantor y Megan Twohey. La actriz Ashley Judd estuvo dispuesta a hablar públicamente sobre su experiencia.

La fuerza de esos artículos y el poder de la plataforma, a su vez, inspiraron a otras mujeres famosas de Hollywood a alzar la voz. Con el tiempo, después de que se alcanzó a una masa crítica, Weinstein enfrentó consecuencias reales: se le obligó a abandonar su empresa y ahora enfrenta cargos criminales.

Esto, a su vez, incitó un escrutinio similar para otros hombres de alto perfil, lo cual generó una cobertura mediática más profunda.

No obstante, el movimiento #MeToo no ha logrado transmitir el consenso de que se les debe imputar la responsabilidad de una conducta inapropiada a todos los agresores, sin importar el estrato social al que pertenezcan. En cambio, el movimiento al parecer ha producido el conocimiento común de que solo se debe mantener a los perpetradores lejos de las posiciones de estatus alto, tales como presidente de un estudio cinematográfico o senador de Estados Unidos.

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La mayoría de las mujeres no tienen la fortuna ni el poder con los que cuentan las actrices famosas de Hollywood (cuyo poder, por supuesto, no se acerca al de los hombres en la industria) para impulsar este nuevo consenso sobre lo que está bien y mal. Así que, a pesar de que #MeToo se ha propagado ampliamente por todo el mundo y ha llegado hasta actrices en la industria cinematográfica de Bollywood en India, por ejemplo, no ha logrado ayudar a las mujeres comunes y corrientes.

Si una trabajadora de una fábrica estadounidense o una víctima mexicana de violencia sexual intenta señalar a un agresor individual, y quizá incluso una cultura de abuso más general, no puede confiar en que la apoyen otras mujeres poderosas o que en su ayuda acudan otros aliados. A menudo, el abuso queda impune y la cultura de acoso a mayor escala sigue sin cambio alguno.

“Puedo imaginar que la gente ve un caso de alto perfil y piensa: ‘Yo jamás tendría tanto apoyo solo por acusar a X persona, quien es parte de mi entorno social, pero no tiene una posición social elevada’”, dijo Khan.

#MeToo ha acaparado la atención pública en Latinoamérica en otras ocasiones, entre ellas las acusaciones de una actriz argentina destacada hacia un colega que la había agredido, y las afirmaciones de decenas de mujeres en Brasil de que un curandero religioso conocido como Juan de Dios abusó de ellas.

Sin embargo, el impacto más significativo del movimiento en Latinoamérica hasta ahora ha sucedido en Costa Rica, donde existe una brecha salarial de género relativamente baja, tasas elevadas de escolarización femenina y una alta representación de mujeres en la política.

Pero, incluso en Costa Rica, donde al menos nueve mujeres ya han acusado a Arias de conducta indebida, desde manoseos de piernas hasta penetración a la fuerza con los dedos, las mujeres enfrentan una ardua batalla para ser escuchadas.

Para Yazmín Morales, ex reina de belleza, quien ha declarado que Arias la tocó y la besó contra su voluntad, no ha sido fácil encontrar un abogado que la represente en sus acusaciones. Tres abogados penalistas se rehusaron a aceptar su caso; ella cree que no están dispuestos a ir en contra del poderoso expresidente.

En otras partes de la región, las mujeres tienen menos posibilidades de contar con el apoyo y la influencia de otras mujeres poderosas.

Además, países como Guatemala y Argentina, con un historial de dictaduras derechistas que usaban la violencia sexual como medio de control y represión sociales, tienen un legado de trauma y abuso que hace que el tema sea aún más complicado de abordar.

Incluso los movimientos masivos de protesta, tales como la defensa de los derechos de la mujer en años recientes por parte de grupos como Ni Una Menos en Latinoamérica, pueden tener consecuencias inesperadas.

Si no consiguen castigar a los perpetradores, corren el riesgo de enviar un mensaje un tanto desalentador: que, aunque miles de mujeres han exigido un cambio sistémico, no hay ímpetu en la clase dirigente para llevarlo a cabo, y pocas consecuencias cuando no se logra.

Esto puede alejar a las mujeres de la esfera pública y, por ende, reducir su influencia sobre las normas públicas.

“Las restricciones a la movilidad de las mujeres a menudo se justifican en términos de seguridad”, explicó Khan. Afirmó que, en lugar de intentar reducir el acoso y la violencia, los hombres encargados de tomar decisiones que escuchan estos problemas normalmente los interpretan como que el lugar de trabajo no es seguro, “entonces hay que mantener a las mujeres alejadas de ahí”.

En India, donde ella está realizando un estudio a largo plazo acerca del efecto que tiene el conocimiento común sobre la violencia contra las mujeres, Khan considera que el aumento de sensibilización respecto de los riesgos que enfrentan las mujeres en espacios públicos es una de las razones por las que ha disminuido su participación en la fuerza laboral en los últimos años, incluso cuando el país ha visto un crecimiento económico veloz.

Aunado a esto, está el problema de que los hombres perciben el movimiento #MeToo como algo posiblemente peligroso para ellos, y se abstienen de orientar o colaborar con colegas mujeres. Esto dificulta aún más que las mujeres asciendan en la jerarquía laboral.

Además, muchos episodios del #MeToo han contribuido a una forma negativa de conocimiento común que ha existido desde hace mucho: que las mujeres que acusan la conducta inapropiada serán molestadas, denigradas y humilladas.

La culpabilización de las víctimas, las campañas de difamación y las amenazas directas en contra de las mujeres que acusan a los hombres de conducta indebida son una manera de preservar el status quo del dominio masculino.

Christine Blasey Ford, la profesora que testificó en la Corte Suprema que el ahora juez Brett M. Kavanaugh la había atacado sexualmente cuando estaban en la secundaria, recibió amenazas tan serias que tuvo que abandonar su hogar.

Difícilmente habrá mujeres que encuentren atractiva la idea de seguir su ejemplo. Y para las mujeres de escasos recursos, que no tienen la oportunidad de abandonar sus casas o tomar otras medidas costosas para estar a salvo, denunciar puede parecer imposible.

Una obrera que es madre y jefa del hogar y que sufre de acoso por parte de un supervisor puede que no encuentre la forma de sobrevivir a las repercusiones de acusarlo. Las mujeres menos privilegiadas en muchos países en desarrollo pueden ser incluso más vulnerables a los costos de una reputación maltrecha.

En India o Paquistán, por ejemplo, una mujer pobre y sin educación y que carece de los contactos para abandonar su comunidad puede temer que la revelación de que ha sido violada o atacada disminuya sus posibilidades de matrimonio.

“Los costos no solo son materiales”, dijo Khan. “Hay costos al estatus que son más difíciles de cuantificar”. (I)