Por Megan Horst * 

Hace poco en un festejo veraniego terminé en una mesa en la que me leyeron el tarot. Una mujer a la que había conocido apenas media hora antes se me quedó viendo por encima de sus anteojos mientras las cartas estaban repartidas frente a nosotros. Levantó el cinco de oros y dijo: “¿Ya pasaste por el luto tras perder a tu esposo?”.

La pregunta tan directa, proveniente de una desconocida, me sacudió. Sobre todo porque mi esposo seguía bastante vivo y estaba a menos de 4 kilómetros de distancia en nuestra casa.

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Pero no era la primera vez que alguien me hacía un comentario similar. Varias personas, desde la madrastra de mi marido hasta mi terapeuta, me han dicho algo como: “Creo que necesitas vivir el duelo por perder a tu esposo”. Mi quiropráctico me comentó: “Tienes algo que está atorado dentro de ti y necesitas sacarlo”; me sugirió que lo que estaba atorado era pesar.

Los consejos probablemente eran provechosos, pero no es fácil implementarlos cuando todavía le mandas mensajes de texto a tu esposo con la lista del supermercado o negocias con él a qué familia visitar en las festividades y mucho menos cuando aún duermes en la misma cama.

Christian y yo nos conocimos en nuestros veintes, el primer día del posgrado durante una sesión de orientación en la Universidad de Washington. Según lo contaba él, escogió ir tras de mí después de evaluar a todas las demás mujeres solteras en la generación.

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Unos días después de la orientación nos topamos afuera del edificio de departamentos mientras les quitábamos la cadena a nuestras respectivas bicicletas. Se ofreció a acompañarme en el camino.

La amistad ciclista se volvió un romance en poco tiempo. Cinco años después, a principios de nuestros treintas, nos casamos en una ceremonia en un pueblo montañoso en las afueras de Seattle. Hubo intercambio de besos, anillos y de la promesa de ser “una mano a la cual sostener cada mañana”.

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Dieciocho meses después de haber intercambiado esos votos recibí una llamada de aquellas que nadie quiere tener que contestar. En realidad, fueron varios mensajes de texto de urgencia de su hermana, hermano y madrastra. Solamente decían: “Llámame”.

En cuanto pude comunicarme con la madrastra de Christian, me dijo que él estaba en la sala de emergencias en el hospital de traumatología. Había salido volando por arriba del manubrio de la bicicleta y lo mantenían en soporte vital.

Christian estuvo en coma por más de tres semanas, con un tubo de traqueotomía y uno para alimentación. Estaba en un hospital de enseñanza así que cada cierto tiempo llegaba un equipo de doctores para revisarlo y evaluar los resultados de sus estudios. Fue a principios de ese proceso que entendí, mientras esos médicos veían los escaneos con definición granulosa, que Christian tuvo una lesión cerebral traumática. Había una lesión clara en el lóbulo temporal izquierdo y, posiblemente, microcortaduras del cerebro.

Los doctores, el equipo de enfermeros y especialistas en rehabilitación me dijeron que viviera el duelo por mi viejo esposo y aprendiera a amar al nuevo. Me exhortaron a que cuidara de mí misma mientras recitaban estadísticas sobre la alta propensión de quienes se vuelven cuidadores a desarrollar depresión clínica y otras enfermedades. “Es un maratón, no una carrera corta”, me dijeron. “Prepárate para una nueva vida”.

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Cuando Christian empezó a despertar, fue de una manera agonizantemente lenta. Durante semanas no pudo hablar. Su familia y yo no estábamos seguros de si siquiera sabía quiénes éramos hasta que apuntó hacia mí desde su silla de ruedas y le dijo a un asistente médico, con voz rasposa: “Esposa”. Después de probar un poco de puré de manzana, su primera comida real en más de un mes, se lamió los labios y de inmediato quiso varias tazas.

Para que pudiera dar sus primeros pasos, un ayudante puso su pecho contra el de Christian mientras le daba direcciones; otro sostenía una correa alrededor de su cintura para que mantuviera el equilibrio. Un tercer ayudante tuvo que levantar el pie de mi marido y volverlo a bajar. Se requería de un trabajo en equipo similar cada vez que mi esposo necesitaba usar el sanitario, lavarse los dientes o bañarse.

¿Qué significa estar en duelo por alguien que sigue vivo, pero que camina, habla, piensa, se comporta y luce diferente?

Cuando Christian fue dado de alta y regresó a casa después de tres meses, había momentos en los que lo veía al otro lado de la habitación y me preguntaba: ¿Quién es este desconocido? Mi nuevo esposo hablaba distinto y caminaba distinto. Él solía ser quien promovía que fuéramos de excursión y lideraba nuestras caminatas por senderos. Ahora se perdía cuando caminábamos unas cuadras camino al súper; daba una vuelta equivocada al salir de la casa.

Quienes lo conocían siempre lo describían como “relajado” y “el eterno optimista”. Ahora era propenso a enojarse fácilmente, sobre todo cuando no lograba lo que esperaba. Alguna vez fue un planeador urbano exitoso y muy ocupado; ahora no podía hacer trabajos profesionales ni monitorear con la constancia necesaria a carpinteros o albañiles, algo que solía hacer con excelencia.

Antes de su accidente le encantaba ser el centro de atención y conseguir que sus amigos participaran en competencias de baile. Para mi cumpleaños diseñó una carrera de obstáculos, en una de nuestras salidas grupales para acampar ideó un hula-hop que brillaba en la oscuridad y, para mi fiesta de despedida de soltera, organizó que diez hombres adultos se aprendieran el baile de “Single Ladies” de Beyoncé. Ahora, se cansaba muy rápido al estar en entornos sociales y prefería tomar siestas en alguna habitación o quedarse sentado en la esquina con ojos cerrados.

Nuestro matrimonio padeció, sobre todo porque el peso que sobrellevábamos juntos del trabajo y el hogar ahora recaía mucho más en mí. Pero también hubo beneficios inesperados. Al principio de nuestra relación, Christian se había resistido a mis insistencias de adoptar un perro, porque consideró que nos iba a atar a un lugar y dificultar que viajáramos. Ninguno de los dos quería tener hijos y él se hizo una vasectomía con gusto. Ahora se decía deseoso de tener perros e hijos y hablaba de revertir la vasectomía, con lo cual yo también me cuestioné mis decisiones.

Con el tiempo pudimos retomar nuestros largos recorridos en bicicleta, con él en un triciclo recostado (no tenía suficiente equilibrio para ir en dos ruedas). En el pasado él iba enfrente, desde donde hacía de mi guía, protector y bloqueador del azote del viento. En la actualidad, se queda detrás de mí. Volteo y veo a la persona con casco en el triciclo amarillo y me pregunto: ¿quién es este desconocido?

Ha mantenido su sentido del humor casi íntegro, aunque ahora cuenta sus chistes de forma diferente. En la primera celebración de Halloween después de su accidente se disfrazó de una persona con una lesión cerebral, con todo y una gasa manchada con colorante vegetal rojo en la cabeza. Sobre su cuello colgó un cartel en referencia al humor mórbido: “¿Es muy pronto?”.

Sí, era demasiado pronto, le dijeron sus amigos. (Pero también fue gracioso).

¿Qué significa estar en duelo por alguien que sigue vivo, pero que camina, habla, piensa, se comporta y luce diferente? Los expertos dicen que es una “pérdida ambigua” o no convencional. Las personas cuyos seres queridos padecen alzhéimer llegan a sentir esto, al igual que los padres o las madres cuyos hijos cambian por alcoholismo o drogadicción.

Ponerle un nombre a mi pesar ayuda, porque es una invitación a que sí pase por los rituales del duelo.

Cuando perdí a mi marido no hubo funeral ni entierro ni necesidad de revisar sus pertenencias para decidir con qué quedarme y con qué no. No hubo preguntas sobre cuándo voy a tener citas de nuevo. Nunca me quité el anillo de matrimonio y me quedé viendo el dedo vacío. Simplemente seguí con la vida mientras extrañaba a mi esposo y de vez en cuando rompía en llanto rodeada por desconocidos.

Mi nuevo marido no es la misma persona con la que me casé, pero tiene una belleza sublime. Hay mucho que admirar de él; perdió la capacidad de ir rápido en la vida, como le gustaba, y ahora disfruta de la tranquilidad.

Cada mañana se sienta en el pórtico con una taza de café y conversa con los vecinos. Como ya no tiene una memoria tan clara del pasado y no puede planear tanto a futuro como antes, realmente vive momento a momento. Medita con regularidad; se queda con los ojos cerrados en el sofá. Casi nunca se queja sobre nada.

Apoya a otras personas que han sufrido lesiones cerebrales y cuida a su madre envejecida. Disfruta de cargar a los bebés de nuestras amistades, de jugar con nuestra sobrina y de darle muchos premios y cariños a nuestro perro salchicha. Ya está pensando en cuál podría ser su próximo disfraz de Halloween.

Hace poco fue nuestro octavo aniversario de bodas. A veces, el regalo tradicional para esa fecha es ropa interior de encaje, aunque decidí crear un nuevo ritual que es más afín a mi duelo no convencional.

La mañana de nuestro aniversario me senté afuera de la casa, frente a nuestro fogón, y me puse a reflexionar con taza de café en mano. Durante dieciocho meses estuve casada con el viejo Christian; seis años y medio he estado casada con el nuevo.

En pedazos pequeños de papel escribí las cosas que extrañaba de mi antiguo esposo. Con mis habilidades parcas para el dibujo hice una ilustración de él sobre una bici en la que no tenía las manos sobre los manubrios y de él bosquejando un nuevo proyecto de remodelación. Describí el futuro que alguna vez imaginé que tendríamos.

Y quemé todos los pedazos de papel en el fogón.

En otro pedazo de papel escribí: “Bienvenido”. Y ahí anoté decenas de palabras y frases que describen a mi nuevo esposo —”No anda siempre a las carreras”, “Se pierde con frecuencia, pero le gusta la experiencia y lo vuelve a intentar”, “Disfruta los placeres cotidianos”— e hice algunos dibujos de él jugando con el perro o disfrutando estar con sus nuevos amigos.

Ese papel no lo quemé. Lo usé para recibir al desconocido a mi vida. (I)

*Megan Horst es profesora de planeación urbana en Portland, Oregón