Bajando por un paisaje bucólico a las orillas del río Yanuncay, a las puertas de la antigua planta eléctrica, se escuchan los sonidos de la Amazonía. Las ventanas cubiertas por tablas de madera otorgan una luz propia de las sombras selváticas caer sobre las máquinas hidráulicas. Sobre estas yace, imponente, Grabador fantasma , de Adrián Balseca (Quito, 1989).

La obra, realizada con la colaboración de Kara Solar (Asociación Latinoamericana para el Desarrollo Alternativo, en alianza con la Nacionalidad Achuar Ecuador), se centra en un dispositivo diseñado para recolectar los sonidos producidos por distintos organismos vivientes en las orillas del río Bobonaza, en la provincia de Pastaza, invirtiendo simbólicamente el célebre pasaje del filme Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1982), donde el protagonista, en el corazón del continente, pretendió encantar a los aborígenes emitiendo desde su gramófono las arias de Caruso.

Una placa oculta en la fachada detrás del edificio subraya las referencias históricas que aborda el proyecto y contra lo que arremete, es decir, la obstinación colonialista de imponer prácticas ajenas al contexto: “El Oriente es un mito”. Dicha frase lapidaria de Galo Plaza Lasso, es tan espectacular como la obsesión de

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Fitzcarraldo de construir una ópera en la selva. Y es aquí, en este lugar lleno de tensión y poesía visual, donde empieza este breve recorrido a través de Estructuras vivientes, una curaduría por el historiador de arte venezolano Jesús Fuenmayor para la XIV Bienal de Cuenca.

Hoy, el Oriente es realidad económica y ecológica para el país y el mundo, y como uno de los enfoques flotantes dentro del eje temático escogido por Fuenmayor, influye en las exposiciones colaterales que acompañan al núcleo principal, avivando el circuito para quienes visitan Cuenca para ver arte. La propuesta de Fuenmayor reflexiona en torno a las formas cómo nos relacionamos con el arte para enfocarnos en la idea del arte como experiencia o vivencia plural.

Como tal, la bienal comienza en las calles. David Orbea (Guayaquil, 1986) llena los postes de luz sobre la calle Larga con banners de colores primarios, propios de los parasoles de vendedores ambulantes. Con su obra Prácticas informales, Orbea propone un enfrentamiento entre el lenguaje de la pintura abstracta y el universo mercantil, mientras que el lenguaje de la arquitectura se extiende por todas las fuentes de los parques con las esculturas de Jessica Briceño Cisneros (Caracas, 1987) y el lenguaje de la literatura se posa como un fantasma de otros informalismos en las intervenciones de Julien Bismuth (París, 1973 / Premio Guaraguao) llamado Pedazos. Diez carteles serigráficos sobre papel se distribuyen por la ciudad apelando de múltiples maneras a la dimensión performática de la lectura a través de frases como esta: “Tu mano en mi bolsillo y la mía en la tuya”.

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Monumentos efímeros

La bienal, a pesar de recibir obras visualmente pesadas como la de Lara Almarcegui (toneladas arrumadas de tierra que equivalen al peso de una casa tradicional cuencana demolida) o altamente ornamentales como la cortina de espejos circulares que atraviesa el Museo Universitario hecha por Carla Arocha y Stéphane Schraenen, es una bienal casi invisible. Obras efímeras, registros digitales y películas que documentan sucesos y actos estéticos son las que marcan su presencia.

Quienquiera comprender los procesos que Jesús Fuenmayor ofrece en conjunto, deberá dilatar su estadía dentro de cada una de las estaciones, ya que ciertas obras demandan tiempo. Las telas de Franz Erhard Walther (Fulda, 1939), uno de los artistas invitados como referentes históricos de la interacción entre la sociedad y material en el arte, están hechas para ser tomadas y “activadas” por el espectador. Solo si este la usa, la obra está expuesta en su totalidad.

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Los objetos sensoriales mantuvieron también un protagonismo en la trayectoria de Lygia Clark, sobre quien Eduardo Clark muestra una película en la Casa de la Bienal. La artista brasileña, quien introdujo la noción del “ritual sin mito” para entender la relevancia del arte contemporáneo en la sociedad, propone el arte como existencia.

Así se inserta la retrospectiva de Santiago Reyes: “La vida continúa al ritmo del corazón bajo la sombra de un beso en el momento refractario después del amor como un abrir y cerrar de ojos” es un título que abarca literalmente todo lo que ha hecho de manera simple y precisa. Reyes reúne una selección de performances realizadas originalmente entre 1999 y 2017 para ser reactivadas y recontextualizadas durante la semana de la inauguración de la Bienal. Descamisado, vulnerable, sobre el techo de la sala de exposición Proceso, sonó Mi buen corazón, de Amanda Miguel, mientras la cámara filmaba sus lágrimas.

Momentos refractorios

La mayoría de las acciones de Santiago Reyes dejan uno o varios rastros que se transforman posteriormente en obras in situ que proyectan el gesto o vivencia original que las generó. Como el retrato de Ismael sobre el mural del patio del Museo de Arte Moderno, luego de pasar una noche juntos en el museo.

De manera similar aborda Gabriela Chérrez el desamor y sus aventuras eróticas con su serie de muñecos de arcilla con los que teatraliza como Mis 15 fracasos sentimentales. La artista recrea estas escenas como se figuran sobre retablos coloniales las estaciones de un viacrucis, utilizando la estética de las urnas populares y el trabajo en cerámica.

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Visitar los edificios patrimoniales y espacios culturales contemporáneos de Cuenca durante la época de la Bienal es ver a la ciudad revestida. Con artistas como Anna Mazzei en el Museo de las Conceptas y en el Museo de la Medicina junto a Pablo Helguera, se van desmantelando modismos y pretensiones institucionales para dar paso al origen de lo colectivo: la curiosidad por saber lo que saben, lo que llevan consigo, los demás.

Esta bienal puede ser descubierta hasta el 3 de febrero.