Amanda Hess
The New York Times

La era de la secuela se acabó. Ahora es la era de la secuela de la secuela. También de la precuela, la nueva versión, la reunión, el relanzamiento, el refrito, la serie derivada y la película independiente paralela a una franquicia. Los programas de televisión cancelados vuelven a cobrar vida. Los personajes eliminados resucitan. Las películas no comienzan ni terminan, sino que deambulan en la pantalla. Además, las redes sociales están hechas para ver contenido sin parar.

Ninguna serie puede descansar: ni Jersey Shore ni Gemelos ni Mr. Mom. Los finales de las series Roseanne, Murphy Brown y Will & Grace no fueron finales después de todo.

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La velocidad con que las historias se expanden comienza a rebasar nuestra capacidad lingüística. El término “secuela” no es suficiente para describir Avengers: Infinity War, que se estrenó en 2018 con su título ostentoso, una extensión de dieciocho filmes previos del universo cinematográfico de Marvel que, a su vez, se usó para el argumento de la quinta temporada de la serie de televisión Agentes de Shield.

Hace poco, el hombre que creó la franquicia de los Minions, salidos de Mi villano favorito, amenazó con “reiniciar” Shrek, con los mismos personajes y reparto.

¿Acaso la palabra final no solía significar algo en concreto? Los finales les otorgaban un significado a las historias y nos daban espacio para reflexionar al respecto. Además, nos hacían sentir vivos. La historia terminaba, pero nosotros no. Esto había sido cierto por lo menos desde que la novela reemplazó la tradición oral. En su ensayo El narrador, Walter Benjamin escribió que el novelista “invita al lector a un entendimiento adivinatorio del significado de la vida al escribir ‘Fin’”. Y agregaba: “Lo que atrae al lector a la novela es la esperanza de consolar su vida que flaquea al leer sobre una muerte en un libro”. Necesitábamos que las historias terminaran para que pudiéramos darles sentido. Necesitábamos que los personajes murieran para que pudiéramos darnos sentido a nosotros mismos.

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Actualmente, la tradición de la novela se ha reemplazado con la de la historieta: las narraciones se extienden indefinidamente, sus inconsistencias narrativas se disfrazan con superpoderes, magia y sueños. O quizá cada historia ahora es una telenovela: ningún muerto lo está para siempre, ni Dan Conner de Roseanne ni todos los superhéroes víctimas de genocidio de Infinity War. Desde luego, para los encargados de las finanzas de Hollywood, las secuelas son simples extensiones de marca de la propiedad intelectual. Sin embargo, algo más grande está sucediendo: la lógica del internet lo está colonizando todo.

Los finales han escaseado desde hace algún tiempo. Las noticias sin fin de Twitter fueron antecedidas por las noticias por cable las 24 horas. La Guerra de las Galaxias debutó con la amenaza de una saga de filmes épicos. Y muchos programas de televisión –como Doctor Who y General Hospital– fueron creados para durar.

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Las listas de los filmes más taquilleros de las últimas décadas dan cuenta de la erosión constante del final: en los ochenta, seis de los veinte filmes que más dinero recaudaron en Estados Unidos fueron secuelas. Hasta este momento en esta década, diecisiete de las veinte películas más taquilleras lo son. En la televisión, los productores están experimentando con una nueva frontera del descaro, extrayendo cada vez más contenido de las historias olvidadas.

Al mismo tiempo, las redes sociales rompen los límites de lo infinito. Lo que Instagram ha denominado “Historias” es un suministro sin fin de imágenes, frases y efectos especiales que no pretende tener progresión alguna. Todo lo que hace es continuar.

La narrativa limitada de la novela fue una innovación tanto formal como tecnológica. Benjamin escribió al respecto de manera escéptica, y le adjudicó su ascenso a la propagación de la prensa. Sin embargo, incluso en 1936, un nuevo formato estaba en el horizonte: la información. Una novela debe finalizar porque al objeto físico, el libro, en algún momento se le acabarán las páginas.

Ahora podemos decirlo de otra forma: contenido. Además, la arquitectura sin límites del internet ha potenciado su dominio. Las historias se han convertido en datos. Netflix puede encargar la nueva versión de una serie con base en cuántos usuarios están viendo la original; Amazon calcula el valor de sus programas originales con base en cuántas suscripciones Prime generan.

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El ascenso de la emisión en continuo ha acabado con cualquier tipo de escasez mediática. El director Steve McQueen hace poco dijo que el apogeo de la televisión no era más que “paja”, historias para llenar espacio. El imperativo de la narrativa se ha dejado atrás a favor de la adherencia.

Para los mercadólogos de Hollywood, el atractivo de lo infinito es evidente. Para los creadores, puede ser una oportunidad tentadora: un nuevo comienzo. Una serie que se canceló muy pronto, sin la certidumbre de un verdadero final, ahora tiene uno: Deadwood pronto concluirá como una película para televisión.

¿Qué es lo que obtenemos? Algo de qué hablar. Una palabra en tendencia en Silicon Valley –“comunidad”– parece aplicar cada vez más a nuestras propiedades culturales. Mientras Mark Zuckerberg nos vende su vehículo publicitario moralmente dudoso bajo la bandera de la conectividad global, Hollywood recicla sus tediosas secuelas y nuevas versiones con el argumento de que lo hace para complacer a los fanáticos.

A lo largo del camino, la tradición desenfadada de la ficción creada por fanáticos que proliferó en línea ahora se ha corporativizado por completo. Esto pasó literalmente (como con Cincuenta sombras de Grey, que comenzó como una ficción erótica inspirada en Crepúsculo, escrita por una fanática), pero también espiritualmente. Los fanáticos solían tener espacio para tomar el control de la cultura, para hacer sus propias historias, pero ahora los creadores están retomando el poder.

Mientras J. K. Rowling continúa la historia de Harry Potter con una obra en Broadway, y recuenta el pasado de su universo en las precuelas de Animales fantásticos, también tiene una gran presencia en Twitter, y recalibra el universo de Potter diciéndoles a los fanáticos cuáles interpretaciones de sus obras son aceptables (Dumbledore era homosexual) y cuáles no (Jeremy Corbyn “no-es-Dumbledore”).

Por su parte, los refritos de televisión no parecen oportunidades narrativas, sino proyectos que mezclan sumisamente el contenido clásico con entornos temáticos. Las imágenes de Murphy Brown en una camiseta de “Original Nasty Woman” o de Grace Adler, de Will & Grace, remodelando el Despacho Oval de Trump no proporcionan la satisfacción de una introspección ni el consuelo de la nostalgia. Si acaso, dan un poco de reconocimiento.

En Twitter, esta sensación también se da en las noticias. La crítica de Benjamin sobre la información ahora es pintoresca. El bucle retroalimentado por Twitter y las noticias por cable nos ha dejado en una suerte de purgatorio informativo.

Los tuits publicados hace horas y días resurgen misteriosamente para acechar el presente.

Actualmente, incluso nuestras fantasías culturales sobre el final están mutando para hacerse infinitas. En su obra de crítica literaria The Sense of an Ending, Frank Kermode escribió sobre la relación entre los finales literarios, las muertes de los personajes y la antigua fascinación humana con las fantasías apocalípticas.

Así como la novela le impone una estructura a la experiencia humana, la especulación sobre un apocalipsis inminente busca que un patrón encaje en toda la historia. Sin embargo, ahora nuestros lamentos medio irónicos en Twitter excluyen las metáforas del fin del mundo con otras que sugieren que el tiempo ha implosionado: “Vivimos en la línea de tiempo más estúpida”.

Para los mercadólogos de Hollywood, el atractivo de lo infinito es evidente. Para los creadores, puede ser una oportunidad tentadora: un nuevo comienzo.