Ni la filosofía ni otra ciencia humana han podido resolver todavía si el idioma está antes que el pensamiento o el pensamiento antes que el idioma. Pensamos con conceptos que se expresan en palabras y por tanto el idioma es esencial al pensamiento, pero si no tenemos conceptos no hay idioma que valga porque los conceptos –las ideas universales– son elaboración del pensamiento. Podemos distinguir un perro de una casa porque antes sabemos qué es un perro o qué es una casa. En otras palabras: es una propiedad del pensamiento no solo distinguir un perro de una casa, sino también incluir a todos los perros en el concepto perro y a todas las casas en el concepto casa. Sin los conceptos universales sería imposible pensar porque cada cosa concreta, cada idea –cada casa y cada perro– serían especies únicas y confundiríamos hasta las casas con los perros... y cualquier cosa en la que pensemos. Pero eso no ocurre porque, a pesar de lo que diga Wittgenstein, también pensamos antes de hablar. Pero el problema no es hablar sino pensar: con 500 palabras pensamos lo que se puede decir con 500 palabras y con 5.000 pensamos lo que se puede decir con 5.000 palabras. El resultado de leer libros es fácil de calcular...

Todo se complicó el día en que los españoles empezaron a llamar hombre al varón; fueron ellos los que empezaron. Antes lo opuesto a mujer era varón, y mujeres y varones participábamos de la condición de hombres, de seres humanos quiero decir. Todavía es la primera acepción del Diccionario de la Real Academia, que dice que hombre es todo “ser animado racional, varón o mujer”... Y todavía sobrevive el viejo concepto hombre en dichos como el perro es el mejor amigo del hombre.

Digo que todo se complicó porque lo que empezó con una confusión entre ser humano y varón nos llevó, con consecuencias nefastas, a instalar al varón (no a la mujer) como concepto universal del humano y nos está llevando hoy a confundir sexo con género. Sexo es aquel atributo con que nacemos y que nos hace a los hombres varones o mujeres, machos o hembras, como cualquier animal de la escala superior y salvo raras excepciones que la medicina intenta corregir. Género, en cambio, es una elaboración cultural que puede cambiar –y de hecho cambia– con el tiempo y en el espacio. La ideología de género nace de una confusión de conceptos bastante propia de nuestro tiempo: hay otros conceptos tanto o más importantes que el sexo y el género que también confundimos, por ignorancia y por manosearlos demasiado, hasta que termina dándonos lo mismo decir –y pensar– una cosa que otra y eso no es tan sano para nuestra inteligencia colectiva.

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Y cuando se nos ocurrió llamar amor al sexo se nos fue todo al garete. El juego de la seducción, indispensable para que dos personas se conozcan y se amen, se convirtió en el juego del sexo. Nos volvimos más animales: nos atraemos y nos seducimos para tener sexo y no para amarnos. Y así devaluamos el amor, que es la fuerza más grande de la humanidad. Aunque pueda ser la expresión más cabal del amor, el sexo no es amor sino algo que también hacen los animales, que no tienen ni idea de lo que es el amor entre los hombres, varones y mujeres. (O)

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