Veintiséis naturalistas de Galápagos partimos a explorar los tesoros escondidos de la Reserva de Biodiversidad Mashpi, ubicada en el bosque nublado de la vertiente Pacífica de los Andes, en el noroccidente de Quito.

No fuimos precisamente los pasajeros mejor portados o más atentos, pero tal vez de los más entusiastas.

Contábamos con cada clase de estereotipo en el grupo: el que aparentaba saber con anticipación lo que diría el guía, el que se adelantaba por metros de distancia al líder, el que no paraba de hablar en los senderos, espantando a aves y compañeros de viaje por igual, la lenta del grupo con dificultades al caminar, los competitivos que corrían por llegar primero, en fin, toda la gama de temperamentos personificados en cada uno de nosotros.

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Sin embargo, hubo un momento en que por fin nos quedamos quietos y atentos a las explicaciones del guía. El milagro lo consiguió una ranita.

Eran las nueve de la noche en la laguna de los Torrenteros, donde una de las tantas y bellas cascadas de Mashpi se junta con el río; esto, en la cosmovisión andina, simboliza el encuentro de un principio masculino, vertical, con el femenino del río, horizontal. Ya en el día nos habíamos maravillado de colibríes, del árbol de magnolia de Mashpi, especie única de las que se estima existen apenas 200 ejemplares en el mundo, incluso habíamos escuchado monos aulladores y avistado agutíes.

Las bajas temperaturas y la humedad de la noche, propician los avistamientos de anfibios, animales a los que los guías de Galápagos estamos poco expuestos. Los que eventualmente encontramos en las Islas Encantadas son especies introducidas, por tanto, indeseables.

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Nuestro guía, Juan Carlos Narváez, intentaba, en medio de las exclamaciones de mis compañeros, contarnos sobre los ecosistemas del Chocó, el corredor que se extiende desde el canal de Panamá hasta el noroccidente de Perú, punto caliente a escala mundial por su diversidad de especies vivas, hasta que por fin apareció el pequeño anfibio que nos devolviera la moderación. De color verde amarillento, de menos de 4 centímetros, nos contemplaba inmutable sobre la hoja de un arbusto, a sesenta centímetros del suelo.

“Pertenece al grupo de los torrentícolas, es decir, pone sus huevos en los bordes de las hojas para que escurran a las corrientes de agua”, explica Juan Carlos. “Su nombre científico es Hyloscirtus mashpi. Mashpi significa, presuntamente en yumbo (relacionado con la lengua tsáchila), guardián del río. Su supervivencia depende de la calidad del agua, por lo que es indicador de la salud del bosque”.

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Carlos Morochz, actual director del área de investigación de Mashpi, lo descubrió por primera vez en el 2011. Luego de grabar sus cantos, tomar muestras de sangre y fotografías para comparar individuos, Carlos, junto con Juan Manuel Guayasamín y otros, llegó a la conclusión, en 2014, de que se trataba de una especie única en el mundo, endémica. Vive en un rango de 778 a 1.279 metros sobre el nivel del mar en apenas tres localidades de las estribaciones noroccidentales de los Andes, una de ellas, Mashpi.

La ranita es un tesoro más de esta isla de biodiversidad, protegida como reserva privada, hoy parte de las reservas de la biósfera en el Ecuador, y donde se ha involucrado a la comunidad, otrora taladora de bosques, en ser partícipe de los beneficios de su protección. (O)

nalutagle@yahoo.com