Julia aterriza en Baltra. Le han dicho que del aeropuerto deberá tomar un vehículo hacia el sur de la isla, al canal, luego un ferry y después otro transporte hasta Puerto Ayora, donde ha reservado hotel y paseos.

Mr. Johns confía en que la organización de su crucero será absolutamente perfecta, porque ha elegido una de las compañías más prestigiosas.

La señora Dolores es galapagueña. Ha viajado al continente para hacerse revisiones médicas y retorna con el máximo de peso permitido en su maleta.

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Los tres aterrizan en Baltra en aerolíneas distintas, casi al mismo tiempo. Recogen su equipaje, pasan el filtro de seguridad y buscan cómo orientarse para sus respectivos destinos.

Pero no hay ningún transporte disponible. Hace calor y nadie que proporcione información.

El señor Johns ha sido instruido por sus guías: hay que esperar, el bus no llega todavía. Esperar, ¿dónde? Pues que camine por el aeropuerto, donde realmente no hay mucho que hacer, porque la mayoría de las tiendas han quedado dentro de la zona de preembarque.

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Julia y la señora Dolores inventan fila donde se supone se las recogerá, eventualmente.

Luego de veinte minutos llega un único bus encargado de manejar el transporte de pasajeros en Baltra.

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Las docenas de personas que han estado a la expectativa, cansadas del vuelo y acaloradas, se apuran para entrar. Los choferes no se ponen de acuerdo si irán al canal o al muelle, dos destinos distintos en la misma isla. Al muelle toma cinco minutos y cuesta $ 5. Para el canal son veinte minutos y cuesta $ 5. La gente está confundida.

Julia pensaba que el costo del bus estaría incluido en su pasaje. Además, ha pagado $ 20 para la tarjeta de Residencia y $ 6 de Entrada al Parque. ¿Cómo es posible que la entrada a un Parque Nacional, que es un único pago para hasta sesenta días de estadía, cueste lo mismo que un viaje de bus de cinco minutos? A Julia le parece absurdo, sobre todo cuando el costo estuvo incluido, desde siempre, en el mismo pasaje.

A la señora Dolores se le dice que no debe pagar, ya que ella es residente. Basta con mostrar su carné. Y ahora, con los mil tereques en mano, busca la prueba. Le otorgan un papelito que dice pago cero; igual hubo la molestia del trámite y el gasto inútil de papel, algo no precisamente ecológico en un aeropuerto que se presenta como tal.

Al señor Johns se le ha dado un ticket. Los $ 5 los cubre su compañía de turismo.

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Finalmente, el chofer decide que el único bus irá al muelle. Las personas del canal tendrán que esperar todavía.

El señor Johns ingresa al vehículo, aturdido y… ¡no hay aire acondicionado!

La señora Dolores es un poco más paciente; respira profundo y medita: “¿Quiénes son los dueños de este nuevo negocio? “¿Por qué el precio exagerado?”. Y, para qué, si hasta ahora varios de los buses que utilizan son los mismos de las aerolíneas, a los que únicamente se ha pintado de otro color.

Se les dice que es temporal. Y lo de temporal lleva meses, e igual se cobra.

Julia se sorprende de no haber escuchado protestas de ningún tipo. Piensa: “¿Por que será que los ecuatorianos permanecemos indiferentes e impávidos ante injusticias y atropellos?”.

Para el señor Johns esto no es aceptable. Lo pondrá en su tarjeta de comentarios. (O)

nalutagle@yahoo.com