A las 03:30 ya está en el mercado José Mascote, en la calle del mismo nombre, en el centro de Guayaquil. Las frutas como naranjas, zanahorias, frutillas, moras, entre otras, son su prioridad cada madrugada. Con las compras en mano va hasta su quiosco de trabajo, en una esquina transversal de las calles de ingreso a Mapasingue este, en el norte, donde a las 05:00 está lista para atender a sus clientes. Jugos, batidos, sánduches, tostadas son parte del menú tradicional que ofrece (desde $ 0,50 en el caso de los jugos) a trabajadores y habitantes que empiezan su jornada muy temprano.
Es Carmen Ayora, de 58 años, parte de esa fuerza laboral de Guayaquil que resurge y sale adelante pese a la pandemia del COVID-19 y a la crisis originada por esta desde hace 16 meses, cuando llegó a Ecuador y se instaló primero en esta ciudad porteña, donde en sus inicios causó cientos de muertes, enfermos e incuantificables pérdidas.
Por el COVID-19, que obligó a cuarentenas en la ciudad y en el país, ella cerró su quiosco los primeros cuatro meses de la pandemia; pero al acabársele sus ahorros y los de su familia —sostiene— se vio en la necesidad de reabrir, así las ventas aún sean bajas, como ha hecho el resto de negocios en Guayaquil.
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“Hay que seguir adelante con la pandemia o sin la pandemia, con la delta (variante del COVID-19 presente ahora en el país) o sin la delta. Si nos quedamos en casa, no vamos a hacer nada; será peor, sin dinero. Uno tiene que salir adelante, luchar por la vida y por los que quedan”, afirma Ayora, quien trabaja en aquel negocio desde hace 35 años.
Y no es la única que mueve la economía de los hogares, sea formal, seminformal o informal, de la Perla del Pacífico, con más de 2′690.000 habitantes, que este 25 de julio recuerda un año más de su proceso fundacional.
En calles, avenidas, barrios, sectores que antes eran solo residenciales, en negocios y otros se evidencia a diario el aumento del movimiento comercial y de tránsito de sus habitantes. A ratos estos espacios están llenos, casi como se veían antes de la pandemia. Así lo comprobó un equipo de este Diario en un recorrido por diferentes zonas de Guayaquil, el miércoles 21, día entre semana considerado “medio bajo” o “flojo” para las ventas y otras actividades relacionadas, como los paseos familiares.
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“No podemos quedarnos de brazos cruzados, aquí nos las ingeniamos como sea; pero de que paramos la olla (la comida diaria), la paramos… Hasta piedras somos capaces de vender”, cuenta entre risas Sonia Macías, de 27 años, quien junto con su padre y hermano venden frutas y verduras de temporada en el balde de la camioneta de un tío, mientras recorren calles del sur de Guayaquil.
Comenta que en sus recorridos diarios ya no ve zonas “apagadas” o “muertas”, con poca o nula actividad de sus ciudadanos.
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En el norte, centro, sur, en el este o en el oeste porteño; en sus cerros y en sus zonas más bajas, y casi a los filos de los esteros (como en el suroeste), hay “vida”, hay “reactivación”, hay “movimiento” y también hay espera incluso para hacer compras o acceder a servicios.
Filas en exteriores de dependencias públicas y privadas, así como en las tiendas de barrios son parte de ese panorama que “pinta” o hace referencia a la vida actual en pandemia, en que la mascarilla se ha convertido en ese aliado para retomar ventas, negocios, ideas, emprendimientos y más, alejando o evitando una posible infección del virus por estar en contacto diario con cientos de personas.
Una Bahía llena, donde prima el regateo (se negocia para bajar un precio a un producto); exteriores de mercados, como el Central, copados de gente que vende y transita por esas zonas; unas calles céntricas (como Alejo Lascano, Rumichaca, Lorenzo de Garaycoa, Boyacá, Chile, 9 de Octubre, 10 de Agosto, Sucre, Clemente Ballén, Aguirre, Colón, Olmedo, entre otras) que no descansan en el día y donde hay letreros de ofertas y novedades; un sector bancario y oficinista que recuperó casi su ritmo previo a la pandemia (como se ve en áreas como la av. Francisco de Orellana, en Urdesa, en la Kennedy, en la Alborada, en las avenidas de las Américas, Juan Tanca Marengo y otras); una terminal terrestre que sigue concentrando y moviendo pasajeros; y locales de venta de comidas por todos lados, que están siempre con clientes, son parte de la actividad diaria que se ha identificado con este nuevo Guayaquil.
Lo mismo ocurre con el tránsito que a determinadas horas se complica, incluso antes de las denominadas horas pico o de mayor tráfico, como ocurre en zonas céntricas y del norte.
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Los parques, malecones, plazoletas, cafés, galerías y otros vuelven a ser los centros de atención y de visita de los usuarios, que los frecuentan más seguido y en familia.
Y en todos los barrios y sectores se multiplican las historias de los comerciantes, de los emprendedores, de los vendedores, de las familias que vieron una oportunidad para generar una fuente de ingresos o que cambiaron de negocio y que ahora están más optimistas y esperanzadas por los resultados obtenidos.
“La fe no debe morir nunca, es lo que más debemos tener para seguir adelante. Todo con calma. Hay que reactivarse de a poco. Diosito es el único que guía”, dice Blanca Pozo, de 65 años, una guayaquileña que tiene una librería en la cdla. Martha de Roldós (norte) que de a poco recupera sus ventas.
Hay sectores donde los vecinos se apoyaron incluso con palabras de aliento para dar paso a sus pequeños negocios, como ocurrió en el barrio Narnia, una calle que divide los bloques 7 y 8 de Bastión Popular, donde en una sola cuadra hay varios emprendimientos que nacieron en los meses de confinamiento obligatorio. Ahí, Sonia Cusme sacó su horno y empezó a vender chuzos; otra de sus vecinas optó por ofrecer choclos; la que sabía de enfermería ponía sueros, inyecciones y también comenzó a vender pastillas y remedios básicos, recuerdan sus habitantes.
Al inicio de la pandemia, Cristina Tobar, una supervisora de mantenimiento y limpieza de un hospital, renunció a su trabajo porque llevó el COVID-19 a su hogar; todos se contagiaron, su papá se puso mal y un tío también murió por la enfermedad del virus. Además, ella quedó impactada y afectada psicológicamente al ver a decenas de pacientes que morían en la casa de salud en la que laboraba y donde no había espacio para poner sus cuerpos.
Con la liquidación que recibió y con un préstamo que hizo se compró una carreta ($ 600) e invirtió ($ 100) en material para venta de aperitivos rápidos, como salchipapas, papipollo, hamburguesas y perros calientes. Pero el confinamiento obligatorio de entonces le impidió abrir su puesto como quería y perdió parte de los productos que había adquirido. Ahí optó por la venta a domicilio.
Ya sin el confinamiento obligatorio pudo estrenar su carreta, y otras vecinas también inauguraron sus pequeños negocios con una parte de un premio municipal que ganaron. En el sector, las mujeres emprendedoras piden que las entidades les ayuden con créditos para surtir y mejorar sus ofertas.
Carmen Córdova, habitante del bloque 2 de Bastión Popular, fue más recursiva también en el tiempo de la pandemia. Ella promocionó sus trabajos de peluquería y belleza por redes sociales e iba a los domicilios de los clientes que se lo pedían, ya que por las cuarentenas tuvo que cerrar por momentos su local, que está en la parte principal de su vivienda.
Ella optó por inscribirse y seguir cursos gratuitos de la Unidad de Proyectos Zumar, del cabildo local, donde aprendió y perfeccionó técnicas (como diseño de cejas y uñas acrílicas) y herramientas, como el manejo de las redes sociales para los negocios y la asesoría de imagen.
Solo entre enero y marzo de este año, unas 120 mujeres de sectores como Bastión Popular y sus alrededores participaron en capacitaciones referentes a temas de belleza para que tengan más herramientas que les permita generar o mejorar sus pequeños emprendimientos. (I)