Muy pocos personajes han modelado el mundo contemporáneo como Isabel II. Ocupó el trono británico durante 70 años, más que cualquier otro rey en la milenaria monarquía, superando a su tatarabuela, la reina Victoria, que registró 64. Su influjo real abarcó un siglo, resultando anecdótico que el primer ministro que desempeñaba el cargo cuando sucedió a su padre en 1952, Winston Churchill, nació en 1874, mientras que la última, Liz Truss, lo era en 1975.

Isabel Alexandra María Windsor nació en 1926, siendo tercera en la línea de sucesión. Reinaba su abuelo Jorge V, y su tío David, después Eduardo VIII, era un popular príncipe de Gales que ejerció como monarca once meses en 1936, para luego abdicar y casarse con una mujer norteamericana dos veces divorciada. Lo sucedió su hermano Jorge, duque de York, que tuvo por destino encarar el apocalipsis de la II Guerra Mundial.

Siguiendo una vieja tradición de la familia real de vinculación a la milicia, ingresó al Servicio Auxiliar Territorial; aprendió a conducir vehículos y mecánica, un oficio que no podían desempeñar los hombres que estaban en el frente. En ese periodo épico maduró la relación sentimental con su primo tercero, el príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca, un joven oficial naval que estuvo apadrinado en la corte por su tío lord Mountbatten, último virrey de la India. Con la anuencia del monarca, contrajeron matrimonio en 1947.

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El tabaquismo cobró prematuramente la vida de Jorge VI, a los 56 años, en 1952. De tal modo, fue sucedido por Isabel II, quien con tan solo 26 años fue llamada a ser testigo de vertiginosos cambios globales. Por entonces era madre de dos hijos, Carlos y Ana, y vendrían en una segunda tanda dos más, Andrés y Eduardo, configurando una familia de transición de la generación X a los baby boomers de la posguerra.

El primer año de su reinado estuvo marcado por la explosión de la bomba Hurricane, la primera prueba nuclear británica en plena Guerra Fría, y a la vez por la Gran Niebla de Londres, un fenómeno natural debido a una ola de frío invernal que obligó a un uso excesivo de carbón que contaminó la atmósfera, a consecuencia de lo cual fallecieron doce mil habitantes por enfermedades respiratorias.

Una joven Isabel en una foto cuando vivía en Malta entre 1947 y 1951. Foto: Shutterstock

Durante su reinado efectuó 700 viajes al exterior, cumpliendo como jefe de Estado un notable protagonismo en las relaciones internacionales del Reino Unido. Aun ejerciendo un poder más simbólico que real, mantuvo una influencia sobre la política pública durante periodos sucesivos de quince primeros ministros, conservadores o liberales, tories o whigs. De pleno derecho desempeñó su potestad “de ser consultada, de animar y de advertir”; para el efecto, procuraba mantener los miércoles una audiencia privada con el primer ministro de turno.

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Quienes la conocieron en la intimidad la describen como una mujer con un alto espíritu del deber y la dignidad real, pero a la vez afable y espontánea con un gran sentido del humor. La descripción de su persona quedaría incompleta sin destacar su amor por las mascotas, en particular los perros corgies, pequeños pastores de origen galés.

Un momento crítico del reinado se produjo en 1992, su annus horribilis, según ella mismo lo describió, cuando se sumaron en cuestión de meses los divorcios de sus hijos Ana y Andrés, a más de la crisis matrimonial del príncipe de Gales con su esposa Diana, que fue ventilada por los tabloides británicos con cierto morbo. A esto se sumaría la quema del Palacio de Windsor, su residencia favorita en Londres, donde podía gozar de la privacidad que resultaba imposible en la sede de Buckingham. En el verano solía dirigirse al castillo de Balmoral, en Escocia, su castillo predilecto, donde podía hacer una vida común en el campo, sin estar sujeta a las presiones de la agotadora agenda real.

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Patrimonio de la Casa Real

Reina Isabel II y princesa Charlotte. Foto: Instagram @theroyalfamily

El patrimonio de la monarquía y aquel de sus miembros individualmente suele tener un linde un tanto difuso. Para sufragar lo que se denomina la subvención soberana, que asciende a 100 millones de dólares al año, a lo que cabe añadir una cifra semejante por concepto de seguridad, existe la Inmobiliaria Real (Crown State), que posee un activo neto de 20 billones de dólares. Entre otras propiedades posee espacios comerciales, residenciales y de oficinas en la concurrida Regent Street, y la mitad del lujoso barrio de Saint James, en Londres, a más del célebre hipódromo de Ascot. Además, percibe rentas de dos condados: Lancaster y Cornualles, que en suma tienen por propósito mantener tanto las residencias oficiales como a un ejército de burócratas.

Una de las responsabilidades de la Casa Real es ejercer el patronazgo sobre infinidad de organizaciones que tienen por objeto promover una amplia gama de actividades benéficas. Van desde la promoción científica hasta el arte y el deporte, pasando por la asistencia alimentaria a los más pobres y a los pacientes con enfermedades terminales. Con el recurrente objetivo de recaudar fondos, los 54 miembros de la monarquía asisten a un promedio de 2.000 eventos por año.

Y, desde luego, la presencia de la reina quedó siempre sujeta a una rigurosa planificación de los detalles, incluido el color de su vestimenta con el objetivo de destacar sobre la multitud. Cuando se trataba de una visita al exterior, los tintes solían responder a aquellos que se identificaran con el país anfitrión.

La monarca manejó con escrúpulo el privilegio de la Corona de honrar el servicio a la nación. Durante su reinado otorgó 400.000 honores y preseas de distinto orden. Mantuvo la costumbre iniciada por la reina Victoria en 1860 de efectuar invitaciones multitudinarias al Palacio de Buckingham, donde llegó a convocar hasta a 30.000 personas para tomar el té. Un listado selecto en el que la única condición era haber prestado servicios relevantes a su comunidad.

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El momento más bajo de su reinado se dio con ocasión del trágico accidente que costó la vida a Lady Di, en 1997, que se había divorciado de su heredero, Carlos, convirtiéndose en un personaje incómodo para la Corona. Encontrándose de vacaciones en Balmoral, no atinó a reaccionar de conformidad con el duelo popular. “Es como si la familia real no tuviera alma”, dijo un tabloide. En una memorable intervención televisiva presentó sus excusas, refiriéndose a la difunta como “un ser humano excepcional” y disponiendo que se le rindan los honores fúnebres que en un inicio se habían negado.

Hubo tiempo para voltear la dolorosa página, incluso de perdonar el adulterio de su sucesor, Carlos III, y la reina consorte, Camila. Y, aunque festejó las bodas de diamante con Felipe de Edimburgo en 2017, su esposo no pudo acompañar el jubileo por los 70 años en el trono al fallecer en 2021, por cumplir un siglo de vida. Empero, la fabulosa celebración en junio de 2022 sería el culmen de un reinado que llegaría a término apenas tres meses después. El velatorio del féretro real se cumplió durante seis noches y cinco días en el salón de Westminster para permitir que una interminable fila de dolientes, que esperaron doce horas o más, pudiera rendirle el último adiós a su amada soberana.