Hablamos en Cannes con Andrés Ramírez Pulido, director de La jauría, ópera prima del colombiano, estrenada mundialmente en el Festival de Cannes, dentro de la escasa representación este año del cine iberoamericano, viaja a las entrañas del pasado criminal de jóvenes delincuentes en terapia aislados en un reformatorio en la jungla colombiana. El Universo habló en exclusiva con él.

La jauría es la continuación natural de sus dos cortos anteriores muy exitosos ¿Cómo fue el proceso de pasar al largometraje, lo cual requiere de un lenguaje más extendido y de asumir riesgos mayores?

Ha sido un proceso muy orgánico, ya que están sistemáticamente muy conectados los dos cortos con este largo. Es sobre adolescentes en la ciudad donde yo vivo. En todos estos proyectos hay un ancla: la reflexión sobre la figura paterna en la infancia y en la adolescencia y como transitamos ese abandono o ese amor que es lo que nos transmiten ellos. Pero creo que la gran diferencia entre los cortos y el largo es el punto de vista, donde me posiciono con la cámara frente a ellos, mi mirada y la puesta formal de la película.

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¿Siente más responsabilidad participando en Cannes con un largo que cuando vino con un corto?

Obviamente sí, pero la película está influenciada por mis cortos anteriores que estuvieron aquí en Cannes y en Berlín. Visionaron más de mil películas para seleccionar las que participan en esta sección (Semana de la Crítica) y somos la única obra latinoamericana entre tanto título. Obviamente hay una responsabilidad, pero la acogimos muy bien. Creo que al frente hay una curaduría que quiere sangre nueva, riesgos mayores, otras miradas. Buscan propuestas muy emotivas, un cine muy emotivo, pero a la vez propuestas formales e interesantes.

Fotograma de la película 'La jauría', del cineasta colombiano Andrés Ramírez Pulido, estrenada en Cannes. EFE/ Semana De La Crítica Foto: Semana de la Crítica

La violencia que se muestra en tu película tiene mucho de psicológico, ¿eso la diferencia de otras películas colombianas?

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Sí. En La Jauría hay un tipo de exploración psicológica, energética y espiritual. Una de mis intenciones era no anclar la película a un hecho concreto histórico o geográfico de la violencia en Colombia, porque ya tenemos per se una historia grande sobre esta tragedia. La violencia está impregnada en todos los lugares, en nuestra cultura y en la naturaleza humana, obviamente. Quería alejarme precisamente de todo esto y realizar una historia de ficción. Así retrato Colombia, a través de estos jóvenes en una ciudad concreta, priorizando la ficción, con ciertos tintes de drama y creo que esto dialoga muy bien con la realidad colombiana sin nombrarla como tal. Es como crear un mundo paralelo. Abordamos temas como el perdón, la reconciliación, la culpa que ahora en mi país son temas también muy neurálgicos.

¿Cree en el determinismo? ¿Una infancia y una adolescencia difíciles conducen en Colombia necesariamente al delito y a la cárcel?

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Considero que la violencia es como un ente, un espíritu que toma cuerpo de diferentes maneras y busca encarnarse en nosotros. Creo que hay algo de violencia en todos los seres humanos. Hay contextos sociales y culturales que son como un caldo de cultivo, de donde emergen muchas cosas. Me sucedió algo bonito en este proceso, cuando comencé a pensar en la película. A estos chicos no los conocí en la calle, sino en lugares similares al que yo retrato en el filme, en donde se realizan procesos de desintoxicación de drogas, o pagan algún delito. Aquí no había barreras. Mas bien nos hicimos amigos y empecé a ver la humanidad suya y la mía como un espejo donde se reflejan muchas cosas. Quise pararme ahí, con la humanidad de esos chicos frente a la mía. En un contexto violento como es la prisión, en Colombia y en Latinoamérica, si alguien cometió un delito van con todo a caerle. Pero no analizamos cuál es la raíz de la violencia de cada uno de nosotros. Y la violencia que me interesaba explorar en la película era justo aquella generacional heredada, de la que sufrimos en la infancia y que nos marcó. Como consecuencia, somos como animales salvajes que, para protegernos, hacemos daño a su vez, y es todo como un círculo. La idea era sacar al personaje principal de este círculo.

Creo que uno de los méritos de esta película es que sale del estereotipo común del delincuente y estos personajes tienen una relación casi amistosa, con cierta ternura…

Cuando escribí la película tenía en mente el imaginario que tenemos todos de los chicos delincuentes. Cuando fue el proceso de investigación y escritura al mismo tiempo, comencé a tener encuentros con los chicos que iban a interpretarla, y conocí a Eliu, el protagonista. Y vi que se relaciona con la violencia de otra manera. No es el adolescente típico al que le atrae la violencia. No es la ley del más fuerte ni nada de eso, pero la violencia está implícita en él. Es como un pequeño animal que se defiende y hay una pulsión muy grande en él. Entonces empecé a irme a un lugar no seguro, tanto en el casting como en el guion, y creo que eso da un poco de miedo. Quería alejarme de la típica película latinoamericana social. Por eso hice formalmente otro tipo de apuestas, pero a los chicos los deje ser ellos mismos. Y aunque no sé si se sienta, es una cárcel muy opresiva donde reina la violencia en todas las formas.

La película está centrada en dos jóvenes varones, lo que cuestiona mucho los roles que juegan los hombres sobre todo en la sociedad colombiana. Es como un cuestionamiento sobre la masculinidad. ¿Cree que hace falta cambiar las estructuras y educarlos desde otro punto de vista?

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Es algo muy complejo. El primer paso es analizarnos, reflejarnos, y creo que el arte permite eso. Espero que películas como esta conduzcan a un diálogo. En el fondo es un camino personal y la película así lo deja planteado en cierta manera.

El odio, sobre todo en el núcleo familiar, ¿cómo se debe tratar este tema y cómo permea este sentimiento en la sociedad?

Soy de Bogotá. Y cuando filmé en Sibaguez, una ciudad pequeña entre mi ciudad y Cali, empecé a conocer chicos y encontré como algo común el odio de ellos hacia la figura paterna. Todos me hablaban muy mal de su papá. Y yo con mi padre no tengo una relación de odio, pero sí hay una semilla ahí. Mis cortos y esta película me ayudan a reflexionar sobre esto. Muchos de estos chicos tenían las mamás con el cuerpo tatuado con su nombre y ese es uno de los elementos importantes en los cortos. Fue la primera ecuación que encontré: un chico que odia a su papá y quiere matarlo. Pero por error mata a otro y luego siente la culpa y el odio hacia los que lo persiguen. El odio es una emoción humana que, depende de cómo la transitemos, nos puede llevar a tomar decisiones catastróficas. Por eso intenté hacer un diálogo entre el perdón y el odio y cómo reconciliarse con eso.

¿Es una especie de catarsis para los protagonistas?

Fue un buen espacio para pensarlo, porque lo hablamos mucho. La preparación fue como una terapia para abrirnos todos. Pusimos todo sobre la mesa, así que espero que este espacio dé buenos frutos.

Para usted como cineasta, ¿la emoción es más importante que la estética?

Me gustan las películas que me emocionan, pero también que formalmente me propongan un viaje y que jueguen con el lenguaje cinematográfico e intenten crear debates. Se puede hacer esa combinación, porque encuentro películas formales muy interesantes y, por mi vocación cinéfila, me dejo llevar más allá de los límites.

Resulta interesante el tratamiento formal que hace de la naturaleza, hay mucho claroscuro, por ejemplo…

Joanna, mi esposa, que es artista plástica y es la diseñadora de producción de la película, es mi aliada en todo. Siempre me lleva a pensar en lo plástico, la textura, la humedad… Siempre me he dejado llevar y por eso decidimos trabajar en conjunto para hacer una película donde se sintiera la naturaleza, que estuviéramos ahí como sumergidos. Es algo muy consciente, muy trabajado. La hacienda principal era para nosotros un personaje importante. Fue propiedad de un narco. Pero todo lo griego y esas esculturas es una propuesta de Joana y, obviamente, con el fotógrafo comenzamos a tener diálogos sobre cómo lo filmaríamos. El mérito no solo es mío.

Hay un abismo entre el cine colombiano que viaja a festivales y el que tiene éxito en las salas. ¿Conoce alguna fórmula para corregir eso?

No sé si sea un problema o no, pero es una realidad que tenemos y no solo en Colombia. Quizá en el cine latinoamericano lo vemos más marcado, porque no hay una educación audiovisual formal, por eso hay que fortalecer la cultura y la educación. Cuando hice la escuela de cine, analizábamos los otros directores y los admirábamos. Y eso está bien. Pero en realidad la mirada y la inquietud debería ser otra: ¿quién soy? ¿de dónde vengo? Creo que en la obra de los grandes autores se sienten estas preguntas. Intento en lo posible estar en esta línea.

¿Tomará nuevos rumbos en sus futuros proyectos?

La gente cree que a mí me interesa mucho retratar estos universos periféricos de adolescentes y la verdad es que no. Creo que la vida me puso ahí hace 8, 9 años. Yo llegué a Sibaguez por amor y terminé compartiendo esto con todos estos chicos. Pero la siguiente película va en otro contexto. Tiene que ver con una vivencia muy fuerte que tuvo mi madre y con un contexto colombiano muy moderno, y también un encuentro con algo más que no puedo anticipar.