“Mike Tyson está aquí... ¿Alguien vio a su traductor? No entiendo una maldita palabra de lo que dice”. Amy Schumer, ácida actriz norteamericana, lo castigó sin piedad. Estaba a metros de él, en un ambiente humorístico generado por Comedy Central, durante el especial Roast of Charlie Sheen, en 2014, publica diario La Nación de Argentina.

Para el que nunca vio uno de esos programas, se trata de una reunión entre celebridades y comediantes en la que se dicen unos a otros las cosas más salvajes. Sin filtros. Casi todos apuntaron a la “ignorancia” o “falta de inteligencia” del exboxeador. Bullying guionado.

Tyson, que en una fugaz carrera deportiva cobró bolsas por más de $300 millones, desperdició todo ese dinero con la misma facilidad que lo había recibido. Desde hace años sabe que ese es el papel que tiene que cumplir para que le sigan ofreciendo contratos en el cine y en la televisión. Para vivir una buena vida. Una condición que por burda que parezca, sigue generando atractivo para el consumo.

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Mientras Schumer le decía que no sabía que era “esa basura que tenía en la cara”, por su tatuaje estilo maorí, el excampeón mundial movía sus brazos como aspas de manera grotesca, y soltaba carcajadas forzadas para la ocasión.

El destino lo puso en el mismo lugar que había transitado durante gran parte de su infancia y su adolescencia. Siempre fue el centro de las burlas por el ceceo, por su físico... En esos tiempos, cuando vivía en edificios abandonados en Brooklyn, su reacción contra esas crueldades era muy distinta. La violencia fue su idioma. Con apenas 13 años ya había sido detenido por la policía en 40 oportunidades.

La mayoría de los arrestos fueron por riñas callejeras, pero también lo apresaron por robo, hurto, ebriedad. Por si alguien pasó por alto el dato, es bueno repetirlo: todo antes de los 13 años. “Mi mamá era una trabajadora sexual, mi papá un delincuente drogadicto que nos abandonó”. Esa era su explicación para sus problemas de conducta.

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Mucho tiempo después reveló que fue abusado sexualmente cuando tenía siete años. Dominar esa bomba de tiempo nunca fue sencillo. Desde la adolescencia estuvo internado en distintas instituciones psiquiátricas y le administraron antipsicóticos.

El boxeo fue el único ámbito que le dio refugio. Allí podía canalizar su instinto bajo un formato reglamentado. Mike Tyson fue el pesado más espectacular de los 80. De sus 44 KO, 23 fueron en el primer round. Nadie logró nunca nada parecido. Los rivales le duraban segundos. Tuvo su noche trágica en Japón, en 1990, cuando perdió el título en Tokio con James Buster Douglas.

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Esa mente ya estaba atormentada por otros motivos. Tyson nunca encontró paz. Violó a una mujer. Desiree Washington, una modelo de 18 años. En julio de 1991 fue invitado a presenciar la elección de Miss Black America, en Indianápolis. Allí la conoció. La citó en su habitación en el hotel Canterbury. La mujer lo denunció unos días más tarde. Las pruebas fueron contundentes para el jurado que lo condenó a diez años de prisión.

Salió a los tres años por buena conducta y lo primero que hizo fue comenzar a entrenarse para recuperar el título mundial. Lo logró rápido con cuatro combates en un año: venció a rivales de poca jerarquía como Peter McNeeley y Buster Mathis Jr., ganó el título AMB ante Frank Bruno y lo defendió ante Bruce Seldon. Para conocer su verdadero nivel lo subieron al ring con Evander Holyfield el 9 de noviembre de 1996 en el MGM Grand de Las Vegas. Y mostró que ya no era el mismo. Se vio dominado, incapaz de imponer el poder como lo hacía con otros.

Se encontró con una mole con una preparación física avanzada, con disciplina táctica y estratégica. Tyson nunca había necesitado nada de eso. Él lanzaba puñetazos y nadie quedaba en pie. Holyfield no sólo resistió. También lo lastimó. Le hizo sentir que no estaba a la altura. Lo noqueó en el undécimo asalto y se quedó con el cetro pesado AMB. Un detalle: Tyson no cayó.

Su voluntad por combatir, por no darse por vencido, lo mantuvo erguido incluso cuando las manos de Holyfield llegaban directas y sin defensa. KO de pie. El árbitro Mitch Halpren asumió lo que el espíritu del boxeador se negaba a admitir y terminó con el suplicio.

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Entre el gran duelo de estilos, y el morbo por volver a ver al ídolo caído o una historia de reivindicación, la industria exigió la revancha. Tyson llegó con 30 años, todavía era joven. Más que Holyfield, que tenía 34. Se suponía que esos seis meses de preparación debían permitirle una preparación diferente para contrarrestar las virtudes de su rival.

Alcanza con ver ese primer round del combate del 28 de junio de 1997 para saber que Tyson no iba a ganar. Sus golpes tenían potencia, pero no eran suficientes. Holyfield llevaba la pelea a la distancia que le convenía por su alcance. Y cuando estaban muy cerca, para evitar los movimientos cortos letales que su rival solía lanzar, lo abrazaba y recostaba su cabeza sobre los hombros de Tyson. El árbitro Mills Lane permanentemente tenía que separarlos.

En el segundo round hubo un momento de quiebre. Los dos fueron con la cabeza adelante, Tyson sufrió un corte arriba del ojo derecho por un choque sin intencionalidad. No estaba habituado a sentir correr la sangre por su rostro. Él veía eso en sus adversarios.

Tal vez fue eso lo que lo hizo sentir como si estuviera en un callejón en Brooklyn. Volvió a los orígenes. Nadie lo notó, pero escupió el bucal durante el descanso en el rincón y ya tenía en su mente la idea. Lo atacó con todo lo que le quedaba en el primer minuto del tercer round. Pareció que podía ser el dueño de la pelea, como le gustaba. Pero Holyfield volvió a neutralizarlo.

A 40 segundos del final le hincó los dientes y arrancó un trozo de la oreja derecha. La escupió al instante y señaló el pedazo de carne en la lona del ring. Holyfield saltó del dolor y lo insultó. Tyson lo empujó por la espalda. Quería eludir el reglamento que en una época fue protección. Quería volver a la pelea en las calles, mostrar quién era el más agresivo sin condicionamientos... Por supuesto, no lo dejaron seguir. Lo descalificaron, estuvo otro año y medio sin pelear.

El combate generó ganancias por más de 100 millones de dólares. El evento deportivo más rentable de la historia hasta el momento, según las crónicas de la época. Pero casi nadie se detuvo en eso. Se habló del “instinto caníbal”. Psiquiatras y especialistas pidieron que se lo interne para su tratamiento por lo que había hecho. La indignación era general. Nada ni nadie podía justificarlo.

Hoy Tyson se aferra al humor para generar ingresos. Creó la marca “Mike bites” (Mike muerde), unas gomitas de cannabis con forma de oreja. En un programa de streaming radial, hace unos días, probó una ante las cámaras y se burló: “Sabe mejor que la oreja de Evander. Su oreja tiene el sabor de su culo”.

Algunos estados prohibieron la venta de las gomitas, porque las leyes impiden que los comestibles tengan la forma de cualquier parte del cuerpo humano. En esos lugares, las gomitas tiene ahora la forma de la letra T. A su alrededor seguirán usando el ingenio para encontrar una veta comercial que genere ingresos. Así, un hombre caído en desgracia puede sostener su posición social. Y volveremos a verlo en películas y series cómicas, en las que se burlarán de sus defectos y sus escándalos.

Hace dos meses, en un vuelo en San Francisco, Melvin Townsend, un pasajero, lo provocó. Se burló y lo hostigó tal como suele pasar en los programas de televisión. Pero esta vez no había contrato de por medio. Originalmente Tyson cumplió el rol de su “personaje” y hasta se sacó una foto con él. Pero el individuo siguió atormentándolo con burlas y gritos. El exboxeador no aguantó más. Reaccionó y lo golpeó. El video se hizo viral. Más tarde ambos desistieron de seguir adelante con la causa judicial. Pero nadie puede garantizar que tanto ese tipo de acoso, como el posterior impulso no vuelvan a repetirse.

Tyson fue uno de los noqueadores más fabulosos de todos los tiempos. Pero su nombre estará relacionado para siempre con esa mordida. Suele decirse que el boxeo puede ser una disciplina salvaje. Es posible... pero Tyson sabe que jamás fue tan duro como la vida misma. (D)