El 29 de abril de 1971 era noche cerrada en el estadio Jorge Luis Hirschi de La Plata. Todavía con moratones y magulladuras en las piernas recibidas dos semanas antes en su estadio contra los mismos integrantes de Estudiantes de la Plata, los jugadores del Barcelona Sporting Club de Guayaquil saltaron al campo con una mezcla de temor y esperanza a partes desiguales según cada uno. Algunos optaron por encomendarse a Dios sin mucha convicción, pero sabiendo que quizás el Altísimo intercedería por ellos durante los 90 minutos que duraría la batalla al tener en sus filas a un representante de su Iglesia en la Tierra, publica Mundo Deportivo.

La fama de duros y el laissez faire de los árbitros precedían a los aguerridos jugadores de Estudiantes de la Plata. Invictos en su campo desde 1968 en competiciones internacionales, tricampeones de la Copa Libertadores en tres ediciones consecutivas (1968, 1969 y 1970) y con un plantel que engrosaría la selección argentina en los años venideros, el encuentro no hacía presagiar un marcador favorable para los ecuatorianos.

Foto: Archivo

El antifútbol. Así denominaban al conjunto entrenado por Miguel Ignomiriello en un alarde de envidia poco disimulada hacia los pinchas por representar el fútbol modesto alejado de los grandes del país. Apodados también los pincharratas por provenir de la Facultad de Medicina, donde los estudiantes realizaban experimentos con roedores, habían instaurado una dictadura futbolística difícil de rebatir. Y en su camino hacia una cuarta Libertadores se les apareció Juan Manuel Bazurko para amargarles la noche.

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El cura de los botines benditos

Se disputaba el tercer partido del grupo B, integrado por Estudiantes de la Plata, el Barcelona de Guayaquil y Unión Española de Chile. El que consiguiera más puntos accedería a la final contra el ganador del grupo A.

La primera parte del partido transcurrió con varias opciones de inaugurar el marcador por parte de Estudiantes, pero saber que abrirían la lata en cualquier momento les daba la confianza de que la victoria acabaría cayendo de su lado. Se inició la segunda mitad y un contragolpe en el minuto 17 cogió a los centrocampistas argentinos descolocados. La conducción del balón por parte del ecuatoriano Alberto Spencer, ídolo de Peñarol donde lo ganó todo, fue magistral. Sin pensarlo dos veces lanzó el balón al medio de la defensa y entre los centrales apareció la bendita pierna de Juan Manuel Bazurko para enviar el esférico al fondo de la red ante la inoperante estirada de Gabriel Flores.

El gol heló la sangre de los 30.000 pinchas que abarrotaban el vetusto estadio rojo y blanco de La Plata. Al terminar el partido, la noticia saltó en todas las redacciones de Sudamérica y lo que supuso en algunos rotativos una pequeña nota casi escondida entre otros deportes, en Ecuador se vivió como si hubieran ganado la Libertadores. El estruendo de los dos puntos conseguidos en territorio argentino insufló una bocanada de alegría y orgullo a la maltrecha consideración que habían tenido los medios argentinos al calificar el primer partido disputado en Guayaquil como un encuentro de tercera.

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Juan Manuel no fue consciente de lo que había supuesto ese gol para todo un país hasta que volvieron a Ecuador. Arístides Castro, locutor de radio Atalaya, dejó para los oyentes una frase que quedará para la historia: “Benditos sean los botines del ‘Padre’ Bazurko”. Un cura vasco, con toda la fe del mundo, había realizado la hazaña más grande del fútbol ecuatoriano en la XII Libertadores.

Misionero en San Camilo

La historia de Juan Manuel Bazurko arranca en Mutriku el 22 de enero de 1944 y, como muchos jóvenes de la época, escuchó la vocación sacerdotal que le llevó a estudiar para cura.

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Gran aficionado al fútbol, mientras estudiaba en el seminario, compaginaba la Biblia con el balón en el CD Mutriku, fundado el mismo año que nació. Hasta hizo unas pruebas para la Real Sociedad de San Sebastián que no cundieron. Al terminar sus estudios, la opción de las misiones en Latinoamérica fue un hecho y viajó a Ecuador para hacerse cargo de la parroquia de San Cristóbal de San Camilo de Quevedo, en la provincia de Los Ríos, en 1969. Ubicado en el centro del país, a seis horas en auto hasta Quito y tres hasta Guayaquil, la vida de Juan Manuel se desarrollaba plácidamente.

Hasta fundó el club de fútbol de San Camilo, que le sirvió para cohesionar a la comunidad alrededor del deporte y que tomó prestados los mismos colores azul y blanco del CD Mutriku, ya que las primeras indumentarias llegaron desde España.

Sus obligaciones como párroco eran simples: oficiar misa, ayudar a los pobres y predicar la palabra de Dios. El gusanillo por seguir chutando un balón hizo que, si no coincidía con sus quehaceres, el Padrecito Bazurko se vistiera de corto para marcar goles con el Club Deportivo San Camilo. La voz corrió por la región de que un joven vasco se erigía como un excelente delantero. Así, en 1970, fue requerido para jugar en el equipo denominado Liga Deportiva Universitaria de Portoviejo, a casi tres horas en coche en dirección al océano Pacífico que él cubría con la avioneta de su amigo Itamar Rodríguez regresando el mismo día. Juan Manuel pidió permiso a las autoridades eclesiásticas para compaginar sus dos pasiones: salvar almas y seguir la religión del fútbol.

Asistía a los entrenamientos cuando podía, con la premisa de que no dejaría desatendida su parroquia y sus feligreses. “Vosotros veréis si os intereso, pero que sepáis que yo estoy para otra vida” fueron sus contundentes palabras a las que los dirigentes de Portoviejo accedieron.

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Sus tantos en los terrenos de juego como profesional engrosaron las listas de los jugadores apetecibles para los clubes más potentes del país. El Barcelona de Guayaquil andaba buscando un delantero centro que acompañase a Spencer para afrontar con mejores garantías la Libertadores de 1971. Se pusieron en contacto con Juan Manuel, que les planteó las mismas condiciones. Era tal la desesperación del Barcelona que su presidente, Galo Roggiero, accedió. Juan Manuel firmó el contrato vestido con su sotana negra. La impresión que causó en el club fue proporcional a la reacción del entonces entrenador Otto Vieira, al que le sentó fatal el fichaje.

Los inicios del Padre Bazurko en el Barcelona fueron complicados. Sus faltas de asistencia a los entrenamientos marcaron sus posteriores convocatorias. El entrenador no confiaba en él y Juan Manuel se planteó abandonar. Le pidieron que no lo hiciera, que tuviera un poco más de paciencia hasta que llegó el clásico ecuatoriano contra Emelec para un puesto en la segunda fase de la Libertadores y solo valía la victoria. El Padre Bazurko anotó en la segunda parte uno de los tres goles que endosaron a sus rivales y desde entonces fue un fijo en el once.

Cuatro partidos más

El 18 de abril de 1971, el primer partido de la segunda fase de la Libertadores enfrentó al Barcelona contra Estudiantes de la Plata en Guayaquil y los argentinos vencieron 0-1 sin mucha dificultad, pero con mucha dureza. Los rudos Pachamé, Aguirre Suárez, la Bruja Verón, Alberto Poletti y compañía los fusilaban a pelotazos, y lo que ahora denominaríamos “juego subterráneo” fue aceptado por el árbitro como lances del juego. En el segundo encuentro, también disputado en Guayaquil, el Barcelona recibió a Unión Española y se saldó con un 1-0 en el marcador.

El tercer partido, el de la “Hazaña de la Plata” supuso dos puntos más para los ecuatorianos, pero el cuarto, jugado en Santiago de Chile, fue el adiós definitivo a la competición al perder 3-1 ante Unión Española. Tras aquello, el equipo se desmembró y la euforia dejó paso a la realidad. Bazurko volvió a jugar un año en Portoviejo mientras atendía su parroquia y después colgó las botas para centrarse en sus fieles a los que dio buena parte de las ganancias adquiridas durante su época de jugador.

Estudiantes de la Plata venció los dos partidos restantes ante Unión Española y se plantó en su cuarta final ante Nacional de Montevideo. Los dos encuentros acabaron con el mismo resultado (1-0) para cada equipo, por lo que se tuvo que disputar un juego de desempate en el estadio nacional de Lima, donde Nacional de Montevideo endosó un 2-0 a los argentinos arrebatándoles la gloria.

Tras colgar las botas, colgó el hábito

Cinco años en Ecuador fueron suficientes para Juan Manuel Bazurko. El Padrecito volvió a la España de la transición tras la muerte del dictador Francisco Franco y, con nuevos aires de democracia participativa que se abrían en la península y con otro concepto de la religión más próxima al pueblo, Juan Manuel colgó los hábitos, se casó y tuvo dos hijos.

Un alumno llamado Unai Emery

Otra meta que alcanzar se le aparecía. Entró a trabajar como profesor de Filosofía en un instituto de Guipuzkoa, donde nunca contó sus aventuras americanas a sus alumnos. Cuando estos se enteraron años más tarde, no daban crédito a que Juan Manuel hubiera disputado uno de los partidos más trascendentales de una competición internacional como una Libertadores.

Entre aquellos incrédulos imberbes había un joven de nombre Unai y de apellido Emery, que con los años sería uno de los entrenadores más cotizados del mercado futbolístico europeo y que, curiosamente, nació el mismo año de la Hazaña de la Plata.

Juan Manuel Bazurko murió el 20 de marzo de 2014 a los 70 años, dejando un recuerdo imborrable en miles de aficionados latinoamericanos, especialmente en los ecuatorianos, y una historia extraordinaria de un hombre modesto del fútbol que se fue. (D)