Qué bello es el fútbol cuando todos los actores enfrentan el desafío con entereza, valentía, fervor, pasión y clase. Cuando los jugadores acuden a su inspiración sin abandonar el orden, que es indispensable a la hora de buscar la victoria. La pizarra, las tizas, las cruces son solo una parte del duelo. Cuando el corsé de las tácticas esterilizantes, propias o ajenas, llena el césped de sombras, surge ese haz de luz nacido en el cerebro de un visionario que recorre todo el cuerpo como una cascada y se deposita en el botín del astro. De allí nace el gol, ese grito estremecedor que pone al corazón en estado de frenesí en cualquier lugar del planeta, porque el fútbol es el deporte más universal que existe.

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Lo que vivimos el viernes en los encuentros de cuartos de final fue una fiesta de emociones: tensión, goles y alegría para unos, y decepción para otros. Hinchas de las cuatro selecciones disfrutaron de un gran espectáculo. Porque eso es el fútbol: un espectáculo de multitudes, aunque no faltan energúmenos que griten en los micrófonos que lo que importa es el resultado y que, si quieren ir a un espectáculo, compren entradas para el circo.

‘Solo nos queda Argentina’, diría Fernando Artieda.

El fútbol que motiva a la gente a pagar una entrada al estadio es aquel que conlleva un ingrediente estético. “Si lo estético, el goce de jugar y la victoria no van entrelazados, no hay fútbol, porque no hay alegría, porque lo humano pierde sentido”, afirma César Luis Menotti, un sabio al que detestan los jovencitos de la tribu microfonera, pues sus preferencias se inclinan hacia José Mourinho, Fabián Bustos o Gustavo Alfaro (son técnicos equilibrados, dicen ellos).

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Aquel que se convierte en hincha no lo hace por la camisa desabotonada del presidente de un club o por el terno elegante de un entrenador. Lo que lo convierte en ferviente seguidor de un club es aquel jugador dotado de cualidades sobresalientes que, además, muestra su amor a la divisa que defiende. Barcelona era un club barrial, pequeño y austero, pero un día aparecieron Sigifredo Chuchuca y Enrique Cantos y empezó a surgir la semilla de la idolatría. Emelec era una entidad pudiente con pocos seguidores, hasta que José Vicente Balseca empezó a hacer picardías en el ala derecha y Carlos Alberto Raffo infló redes por docenas. Y, en el momento en que se vieron los primeros movimientos en la cancha de Jorge Bolaños, unidos al Loco y al Flaco, los seguidores eléctricos se multiplicaron.

El buen fútbol es así. No es un drama ni una tragedia. Hay una gran carga emotiva en cada cotejo; una gran tensión, especialmente cuando se disputan cosas importantes; cuando ganar es un apéndice importante del verbo jugar. Y todos esos ingredientes vimos el viernes en los cuartos de final de la Copa del Mundo. Exuberancia técnica individual y colectiva, gran despliegue físico, búsqueda del triunfo sin apelar a la tacañería táctica.

“Es un juego del que hay que participar con una mentalidad dominante: la de no tenerle nunca miedo al adversario. Para ello hay que salir a la cancha convencidos de que no se es inferior a nadie”, dijo alguna vez Niels Liedholm, aquel delantero sueco que fue subcampeón del mundo en 1958 y triunfó con el Milan en el fútbol italiano en los años 60.

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Los entrenadores de Brasil, Croacia, Países Bajos y Argentina obraron así y todos los jugadores salieron mentalizados de esa manera. No hubo ni un minuto de especulaciones, ni un segundo empleado para defender el resultado, tampoco simulaciones o teatralidades ridículas que tanto las sufrimos en nuestro campeonato nacional. Los cuatro combinados jugaron a ganar. Nunca buscaron la definición por penales.

Luka Modric, de 37 años, es un jugador sin pausas ni descanso.

Me agradó Argentina, que estando en cómoda ventaja sufrió en los últimos minutos un diluvio de pelotazos en su área, hasta que su rival puso el gol del descuento. Crecidos los neerlandeses, sitiaron la valla de Emiliano Martínez buscando la testa de sus delanteros. Pese a que no hubo tantas detenciones del juego, el árbitro agregó diez minutos; y, cuando moría el partido, una jugada preparada de tiro libre trajo la igualdad. Supuse que Argentina se caería anímicamente ante el contraste, pero sus futbolistas salieron a los extras con energía renovada, plenos de coraje, y arrinconaron a los europeos. Ello convirtió al arquero Andries Noppert en figura ante potentes disparos de los delanteros argentinos. En el último minuto de la prórroga, un remate de Enzo Fernández se estrelló en un parante, ahogando el grito de gol.

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Llegaron los penales y, como en la Copa América 2021 (ante Colombia), volvió a lucirse Dibu Martínez, quien atajó los dos primeros lanzamientos. Lionel Messi anotó uno de penal en el tiempo regular y otro en la definición con enorme calidad. No brilló como otras veces, pero bastó una genialidad suya para filtrar un balón hacia el marcador lateral Nahuel Molina, quien definió con gran clase para abrir el marcador.

Molina era una gran promesa en Boca Juniors, pero cuando pidió que le hicieran su primer contrato como profesional, Juan Román Riquelme se negó y lo dejó ir libre. Hoy es una gran figura en Europa, en Atlético de Madrid, y titular inamovible en la selección que dirige Lionel Scaloni.

Con relación a otro ámbito y otra época, he recordado cuando un técnico de nuestro Barcelona le dijo al presidente del club amarillo que Agustín Delgado, centrodelantero de gran proyección y con apenas 19 años, no servía. Lo cambiaron por un marcador de punta de El Nacional, de 32 años, que nunca llegó a jugar. Costosos caprichos de ciertos personajillos.

La suerte de Brasil fue menos afortunada. Neymar marcó a los 105 minutos uno de los goles más bellos de la Copa del Mundo, después de una doble pared. Fue de esas jugadas que no se aprenden en las academias. Salen del aprendizaje que dan las calles, las canchas de tierra, el potrero, para usar un término argentino. Salió el arquero croata, Dominik Livakovic, y con una acción de lujo logró someterlo.

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Croacia tiene una virtud: no se rinde nunca, y tiene un astro y un líder que es ejemplo de valor y talento: Luka Modric. Es un futbolista sin pausas, sin descanso para un segundo aire. Y eso que tiene 37 años. Un balón perdido en el medio campo de la Canarinha y Bruno Petkovic puso la igualada a los 116 minutos. La tanda desde los doce pasos sentenció la eliminación de Brasil, uno de los más firmes candidatos para llevarse la Copa del Mundo 2022.

Brasil no gana el máximo trofeo desde 2002. Y antes del título en Japón-Corea del Sur, lo obtuvo en Estados Unidos 1994, cuando venció por el cobro de penas máximas a Italia en una final descolorida en la que los dos equipos no se atrevieron a nada y buscaron esa fórmula. Y eso que Brasil tenía a Romario y a Bebeto. Su técnico Carlos Alberto Parreira era también “muy equilibrado”.

La estadística dice que Croacia no pierde nunca una definición por penales. Así que mucho ojo, Lionel Scaloni. Hay que vencer en el tiempo regular. Parafraseando a mi querido amigo, el poeta Fernando Artieda Miranda: “Solo nos queda Argentina”. (O)