La fecha en que cumpliré 70 años de haber asistido a mi primer partido de fútbol está muy próxima y lo que más he hecho en estos días inaugurales del año 2022 ha sido deshilachar recuerdos, desenhebrar el carrete de lo vivido desde que mis ojos se fijaron en esa alfombra verde que era en ese entonces –y es hoy– la cancha del estadio Capwell. Me parecía un espejismo para mi mente de muchacho callejero que conocía solo portales, veredas y calles de tierra o asfalto donde ponía en práctica mis ‘habilidades’ de aspirante a crack.

De canchas, la primera que conocí fue la del viejo estadio Guayaquil (demolido en septiembre del 2016) con una tribuna de caña que se caía de vieja. Allí nos llevó una mañana de 1951 nuestro profesor de cuarto grado de la escuela John D. Rockefeller Alfredo Dávalos Álvarez, quien era un notable basquetbolista de Athletic. El terreno era un sartenejal tostado por el sol donde habían brillado años atrás Ramón Unamuno, Marino Alcívar, Ernesto Cuchucho Cevallos, Enrique Moscovita Álvarez, el Maestro Enrique Raymondi y demostrado su clase el Millonarios de Juan Paratore, Víctor Fandiño y nuestros Mellizos Mendoza. Esa mañana descubrimos que entre nuestros pequeños compañeros había artistas del balón como Zoilo Toyo Arce, un zurdo endiablado; Juanito Moscol, zurdo también, más tarde estrella en Emelec; y Oswaldo Villacís que de joven brilló en el Everest (¿te acuerdas, José Ramón Álvarez?). Los demás alumnos hacíamos número, nada más.

Conté esa experiencia a mi gallada del barrio de Pedro Moncayo entre Aguirre y Clemente Ballén y con la tropa fui a la segunda cancha que se aloja en mi memoria: la de La Atarazana. De allí volvíamos repletos de tierra, como fantasmas empolvados, pero haciendo alarde de voladas, túneles y chilenas que no eran realidades sino fantasía para casi todos, menos para dos auténticos cracks: Lizardo Chivito Morales, que se nos fue hace algunos años, y Lucho Estrella, a quien no veo hace siglos.

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Lo del Capwell fue una revelación. Ese día, tan lejano en el tiempo y tan cercano en el corazón, aprendí que el fútbol era, sobre todas las cosas, emoción, gozo, fiesta, diversión. Mi primer suscitador fue el puntero argentino Basilio Padrón, quien tuvo un sucesor formidable en José Vicente Loco Balseca –mi querido amigo Pepe Viche–, quien se llevó sus regates a los predios del cielo para jugar junto a Enrique Pajarito Cantos, Daniel Pata de Chivo Pinto y el Pibe de Oro Jorge Bolaños Carrasco.

Alguna vez si me alcanzan los días lúcidos, tal vez cuente todo lo que vi en estos 70 años. Los primeros fueron los mejores porque los viví en la niñez, cuando las imágenes y las impresiones se fijan de modo indeleble en el alma y viven la suerte de lo inolvidable.

Murió el arte

Hoy se glorifica la velocidad, la presión, la marca implacable, los sistemas defensivos. Es el fútbol que hay y con él murió la elegancia, el arte. No hay tiempo para una parada con el pecho, una pisada, un túnel. Tras el hábil está el hacha asesina. El que no pega, no juega. Es la regla que han impuesto los entrenadores como el portugués José Mourinho

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Los centrodelanteros hacían goles por docenas, aunque se jugaban pocos partidos. Carlos Alberto Raffo hizo 19 goles en catorce partidos en 1959. En mi criterio Raffo es la mejor contratación extranjera de la historia de Emelec. Tenía 27 años y había jugado en Central Argentino cuando arribó a Quito. Sorprendió de entrada, sin necesidad de adaptación o de aclimatación a la altura.

Con menos de una semana de haber arribado, jugando para el Argentina, que más tarde se convirtió en Deportivo Quito, debutó ante Aucas el 17 de enero de 1954. Siete días después jugó un amistoso con Everest para una victoria 2-0 y anotó los dos goles. Difícil mencionar todas sus anotaciones en ese tiempo, pero hay cosas asombrosas. El 2 de mayo de 1954 reforzó al Aucas que ganó a Norteamérica 6-0, 5 goles del querido Flaco Raffo.

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Carlos Raffo en 1956, cuando Emelec se proclamó campeón de Guayaquil. Foto: Archivo

Implacable romperredes

La noticia de su condición de implacable romperredes llegó a Guayaquil. Emelec no tenía un centrodelantero de oficio. Balseca jugaba en ese puesto, pero era en realidad un entreala. Enrique Ponce Luque, que en ese tiempo era ministro de Defensa, lo palabreó para vestir de eléctrico y lo embarcó en un auto, le puso un abrigo largo de oficial del Ejército y se lo trajo por tierra. “No es cierto que me disfrazaron de general”, nos contaba Raffo una tarde en su ‘ranchito’ en las cercanías del parque Forestal, mientras celebrábamos su cumpleaños con sus compañeros, profesores de la Escuela Naval, Roberto Frydson Caicedo (+), Miguel Villacrés, Napoleón Gamboa (+) y Germán Rodríguez.

En 1954 jugó solo la segunda vuelta del campeonato profesional de la Asociación de Fútbol del Guayas. El chileno Renato Panay lo puso de piloto de ataque y corrió a la derecha al Loco Balseca y todo se transformó en festival y goles. Allí nació el primer Ballet Azul. Raffo jugó once temporadas, hizo 132 goles oficiales, solo faltó a tres partidos en toda su carrera en Emelec y jugó en la selección nacional en 1959, 1960 y 1963. En el Sudamericano (Copa América) de este último año fue máximo goleador.

El 26 de febrero de 1964, en un amistoso contra Flamengo en el Modelo, Raffo jugó por última vez como eléctrico. “Me fui de Emelec y nunca me hicieron una despedida. Eso sí me duele”, fue la queja que nos confesó a Otón Chávez Pazmiño y a mí cuando hacíamos El rincón del recuerdo, que se transmitía por Ecuavisa. Se merecía un gran homenaje porque fue él –junto a Balseca y Bolaños– el que transformó a ese Emelec de unos pocos seguidores, en un rival en popularidad para Barcelona.

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‘Raffo prendió la chispa’

Lo reconoció Ricardo Chacón García en un enjundioso artículo publicado en Diario EL UNIVERSO el 24 de mayo de 1973: “Emelec no era un equipo querido, no tenía fanáticos, apenas partidarios que se arremolinaban en la tribuna. Por ello no entraba en el corazón del pueblo. Fue Carlos Alberto Raffo el que prendió la chispa. En una época en que las defensas comenzaban a marcar, a anular, Raffo destruyó el marcaje y se hizo presente en la pizarra con goles que fueron acumulando los titulares de la victoria. Las nueve columnas para señalar los triunfos de la enseña azul fueron producto de lo que el Flaco hizo con sus pies alados”, decía Chacón.

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Carlos Raffo murió en septiembre de 2013 dejando una estela de dolor en familiares, compañeros, amigos e hinchas. Al pie de su ataúd, cuando ya iban a llevarlo al sitio de su reposo final, los fanáticos eléctricos, presentes por cientos, levantaron banderas de Emelec mientras entre emociones y lágrimas cantaban lo que fue el homenaje que le negaron cuando se retiró: “¡Carlitos no se va, Carlitos no se va!”. (O)