Digo nostalgia por esa añoranza de los lejanos recuerdos de tiempos felices, de disfrute pleno de aquello que amábamos: los juegos infantiles conocidos o inventados por los muchachos de entonces en ese campo ideal que era nuestra calle, convertida hoy en una cicatriz marcada por el puñal de la Metrovía; o esa pampa terrosa de La Atarazana, donde armábamos nuestros propios ‘clásicos’. Los de Pedro Moncayo y Clemente Ballén, con Lizardo Morales, Pepe Vasconcellos (quien se apodaba a sí mismo Clímaco y después Verdesoto) Mickey Cordero y este columnista, contra los de Ballén y Pío Montúfar, con sus cracks: Killo, Pellín y Lalo Merchán, y Pachín Orellana. Partidazos que están en nuestro inextinguible recuerdo, por más que algunos personajes se hayan marchado para siempre o estén en inalcanzables lugares del mapa. Lo leí una vez en El Gráfico y me emociona releerlo tal como está escrito en una vieja libreta que guardo en el desván de las reminiscencias: “Porque la infancia-adolescencia, sobre todo cuando uno la reconstruye sacándole lo que no fue lindo, tiene olor a pelota de cuero recién regalada, al sonido seco de un taponazo que precede como un trueno a la tormenta que grita el gol”.

Nada fue tan memorable para la chiquillería de mi barrio que el Clásico del Astillero. Fui espectador de ellos apenas cumplidos los 10 años, instalado en la general del viejo estadio Capwell, usina de mis sueños, atrás del arco de la calle Quito, tal como le gustaba a mi padre, quien creía que desde ese sitio se podía apreciar mejor cómo se movía un equipo y sus maneras para llegar al gol. No puedo precisar si ya se usaban los números en las camisas brillosas que se ajustaban con botones o corchetes, pero me fue claro desde el principio que uno de los jugadores era el que creaba, construía, armaba los ataques desde la media cancha.

Y de ellos, quien más me impresionó por su elegancia y su talento, por su fino estilo de conducción fue José Pelusa Vargas, del que tengo una visión cinematográfica cuando, de espaldas al arco, paraba la pelota con el pecho -una almohada con plumas de ganso-, y esta bajaba por la cintura para dormir luego en su botín izquierdo. Se daba la vuelta y empezaba su labor de armado, la que culminaba muchas veces con un pase filoso que abría una herida en la retaguardia rival para la entrada del irrepetible Sigifredo Cholo Chuchuca, un asesino de blusa amarilla que tenía de víctimas a los arqueros. Vargas era un número 10 genial, auténtico, no inventado por el marketing. Años después llegó otro mago que debutó poco antes de cumplir 16 años: Jorge Pibe de Oro Bolaños. Su camisa era celeste cruzada por una banda blanca y el beneficiario de su ingenio era Carlos Raffo, implacable para definir.

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Los clásicos en todo el mundo nacen por rivalidades geográficas, económicas, políticas y barriales. Permanecen en estado larvario en el alma popular y un día explotan para provocar un fervor emocional profundo. Pertenecen a la masa, anidan en el corazón de la gente, por eso no pueden ser inventados por el periodismo ni por la industria, ni por el mercadeo. Y nacen para vivir la suerte de lo eterno; son un sentimiento perpetuo, irremplazable. Poca suerte han tenido los que intentaron fantasear con uno que sustituya al Clásico del Astillero. Ya es muy tarde. En el espíritu popular no hay lugar más que para uno: el de Barcelona vs. Emelec.

El primero que viví en el Capwell fue el 16 de agosto de 1952. Barcelona ya era, desde finales de 1947, el ídolo de la ciudad, pero iba, de a poco, conquistando adeptos en todo el país. Emelec era su antagonista. El primero era el símbolo del pueblo; el otro, en el imaginario social, representaba a los ricos. No era tan así, pero la idea vivió por mucho tiempo. La general se poblaba de ‘descamisados’; en la tribuna la mayoría era eléctrica, de ‘aniñados’, se decía entonces. En la cancha todos eran iguales: futbolistas de clase media o clase media baja, estudiantes, trabajadores. En aquel tiempo los equipos no salían al mismo tiempo, como hoy. El orden lo imponía el vocal de turno, que no era otro que un personaje de raíces catalanas: el legendario Paco Villar Valladares. Emelec, que jugaba de local, como dueño del estadio, salía primero por la incambiable voluntad de Paco. Se levantaba el público de tribuna y unos cuántos hinchas de la popular. De repente los de general se impulsaban como movidos por un resorte cuando la voz de Paco sonaba atronadora:

“¡Baaaarrrrrrrrrrrrcelona!” Todo el Capwell, en el que cabían 27.000 personas, era una fiesta gigantesca.

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El objeto de mis afanes futboleros era ver a esa delantera a la que llamaron ‘El Quinteto de Oro’: José Jiménez, Enrique Pajarito Cantos, Cholo Chuchuca, Pelusa Vargas y Guido Andrade. En los diarios había leído de las hazañas de Chuchuca, el hombre que volteaba partidos, que tornaba derrotas en victorias y convertido ya en el arquitecto supremo dela idolatría torera. Por Emelec salieron Alfredo Moreira; Jaime Ubilla, Carlos Chalén y Humberto Suárez Rizzo (el último de la dinastía familiar, quien jugó de todo, menos de arquero); Bolívar Herrera, arribado de los juveniles, y Ricardo Chinche Rivero; el peruano Abelardo Lecca, Víctor Lindor, Isidro Matute, José Vicente Loco Balseca (tardaría dos años en pasar a la punta derecha) y Jorge Guzmán (juvenil, a quien algunos confunden con Eduardo Bomba Atómica Guzmán). Por los toreros estaban Enrique Romo; Juan Zambo Benítez, Carlos Pibe Sánchez y Galo Papa Chola Solís; Jiménez, Jorge Mocho Rodríguez, Chuchuca, Vargas y Andrade, un fantasista impredecible surgido de la pródiga tierra milagreña. Para mi gallada de barrio y para mí fue un banquete. Barcelona ganó 2-1, goles de Rodríguez y Andrade, con descuento por el mantense Siete Cabrias Lindor.

El primer Clásico del Astillero, Emelec vs. Barcelona SC, por la era profesional se disputó hace 70 años. Foto: Archivo

El otro Clásico que me tocó vivir en mis primeros diez años se jugó el 26 de octubre de 1952. Barcelona alineó con Eduardo Moncayo; Luis Niño Jurado, Sánchez y Miguel Esteves; Heráclides Marín y César Veinte Mil Solórzano; Mocho Rodríguez, Galo Solís, Chuchuca, Vargas y Andrade (Jiménez). Por Emelec Moreira (Agustín Ferrero); Ubilla, Eduardo Spandre y Rivero; Herrera y el argentino Héctor Pedemonte; Carol Farah, Júpiter Miranda, Balseca, Lindor y Guzmán (Humberto Suárez). Venció el ídolo 2-0, anotaciones de Vargas y Chuchuca. Fue el último Clásico que jugó Guido Andrade, imborrable en la evocación torera.

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Aquel excelente zaguero de Emelec que fue Carlos Maridueña me preguntó el viernes qué pienso del fútbol que hoy se ve en nuestras canchas. Le respondí con una frase de Alfredo Di Stefano: “Aquel fútbol que vi de pibe era hermoso, fuerte, fino, tenía que ver con el arte. Aquellos hombres, con su calidad, también serían cracks en el fútbol de hoy”.

Ese fútbol volverá cuando los técnicos lo devuelvan a los jugadores, cuando aprendan que lo importa es el talento y olviden que en la cancha no sirve solo correr, meter y pegar. Lo trascendente es jugar, un verbo hoy en desuso. (O)