En estas horas de convulsión y horror en el mundo, de desencanto político e impunidad desvergonzada puertas adentro, solo nos queda el deporte para tratar de amortiguar –aunque no olvidar– la angustia. Entre misiles contra hospitales y asesinatos de civiles en una guerra cruel, surge la victoria de Real Madrid, puro corazón y audacia, ante un equipo francés forjado a punta de petrodólares que pueden engordar bolsillos, pero adelgazan corazones.

Y para nosotros, los que creemos en un deporte limpio (nos llaman románticos) que enriquece el alma cuando un humilde atleta se levanta sobre las limitaciones económicas, los obstáculos sociales y la adversidad, se yergue enhiesta y triunfadora la figura de una chiquilla que es símbolo de la dimensión social del deporte: Glenda Morejón. Aquella niña postergada por los prejuicios y la indolencia; la pequeña que fue obligada a competir con zapatos rotos en un Mundial sub-18 de marcha; la soñadora que sufrió el desprecio de una burócrata ensoberbecida, creció hasta convertirse, hace pocos días, en campeona del mundo de los 35 kilómetros.

El pasado 5 de marzo Diario EL UNIVERSO relató en un fragmento de un enjundioso artículo el drama de Glenda y el oportunismo de quien ya quiso adueñarse de la medalla de oro de Richard Carapaz: “El camino transitado por la marchista ecuatoriana Glenda Morejón (Ibarra, 30 de mayo de 2000) rumbo a la consagración mundial en Omán 2022, este sábado en la prueba de 35 kilómetros, ha sido largo, difícil, sacrificado, con sobra de obstáculos, y muchas carencias. No obstante, a la falta de apoyo gubernamental la estrella de la caminata nacional respondió pronto con un título. Aquel logro de Morejón tuvo resonancia universal cuando se conoció que fue enviada al campeonato del mundo sub-18 a competir con zapatos con hueco. Hoy, en la hora de mayor gloria de la atleta ecuatoriana, algunos de los responsables de esa vergüenza la felicitan, efusivamente, a través de redes sociales. Y a la oportunidad de subirse ‘al vuelo’ al carro de la victoria tampoco escapan las actuales autoridades públicas del deporte del país”.

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Morejón y el equipo de marchistas nos han dado una enorme alegría. Eso es presente que nos enorgullece. Pero también hay un pasado que nos trae el recuerdo de una noche inolvidable: la del 22 de febrero de 1962, cuando Emelec aplastó a Universidad Católica, campeón de Chile, por 7-2 en una jornada nocturna en el estadio llamado antes Modelo Guayaquil y hoy Alberto Spencer Herrera. Aquella goleada tuvo un ingrediente indeleble: los cinco goles marcados por Enrique Maestrito Raymondi a los arqueros Walter Behrends y Francisco Fernández.

Hemos estado chequeando la colección digital de la revista Estadio, de Chile, y hemos reparado en la política casi usual en ciertos magazines extranjeros: una soberbia habitual para magnificar lo propio y ridiculizar lo ajeno. Católica había logrado el campeonato de su país y la revista la había llenado de elogios que tras el desastre se transformaron en ácidas críticas. Esto dijo Estadio chileno al comentar el título: “Una gigantesca cruz azul ilumina el horizonte y once muchachos dan la vuelta olímpica con el torso descubierto. Son los gladiadores de hoy, los triunfadores, son los campeones. Los hinchas más audaces se disputan las camisetas, se encienden miles de antorchas y de las graderías se escuchan los sones de un himno hermoso (…) Universidad Católica ha conseguido el título de 1961 y la euforia de los suyos va más allá de lo corriente, porque los elencos estudiantiles –aunque estén integrados por profesionales– tienen eso. Tienen fervor, tienen mística, tienen vibración humana”.

Enrique Raymondi (d) anota uno de sus cinco goles contra la Universidad Católica de Chile en la Copa Libertadores 1962. Foto: Archivo

Emelec había caído por 3-0 el 10 de febrero de 1962 en Santiago de Chile. El periodista Antonino Vera calificó a la zaga porteña de “simple y rústica”, mientras destacaba en el equipo local “la solidez de su defensa y la rapidez y espontaneidad de su contraataque (…) Como sus recursos son modestos, los zagueros y medios ecuatorianos empezaron a sentirse incómodos cuando el rival venía jugando el balón desde atrás, dominándolo, propiciando la pared, jugando en parejas y buscando la cortada”. La euforia de los chilenos se cimentó para su periodismo cuando el 14 de febrero, en el Estadio Nacional, vencieron por 4-1 al Millonarios. El 18 de febrero, en El Campín, los dos equipos empataron a 1. Todo estaba listo para arrollar a Emelec en Guayaquil. Pero sucedió lo inesperado, el triunfalismo trocó en decepción y congoja. Basta revisar la crónica y los recuadros escritos por Alberto Buccicardi (Bravante), periodista acreditado en Guayaquil.

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Todo era euforia en el plantel chileno y en el enviado de Estadio. Aquel 22 de febrero en el Modelo, ante 40.000 personas que desafiamos la garúa, los chilenos ganaban 2-0 a los 15 minutos. Nos mirábamos de reojo; pensamos en una goleada vergonzosa. Pero surgió la casta porteña. Vicente Lecaro descontó de penal y a los 27 empezó la función de Raymondi, aquel astuto y veloz definidor que todo lo resolvía de un toque. Igualó a los 27 el partido y un minuto después puso la ventaja. A los 41 aumentó su cuenta personal y a los 43 desparramó al golero católico. El primer tiempo terminó 5-2 y en el segundo continuó el baile. Todavía Raymondi se dio el lujo de marcar un quinto tanto que se añadió al de Carlos Raffo para cerrar la cuenta. ¿Cómo explicó Buccicardi la catástrofe?

Primero culpó al guardameta Behrends, a quien atribuyó una vida desordenada luego del partido en Bogotá. También criticó los envanecimientos con los halagos, un pecado original del periodismo chileno. Más original fue la excusa de que el estado físico del plantel había mermado por las excursiones de compras. “El chileno es generoso por antonomasia, es desprendido, es abierto. No se concibe, entre nosotros, salir de la patria sin tornar cargado de regalos”.

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Y, finalmente, la culpa de la paliza la tuvo la línea equinoccial. He aquí un párrafo de humor negro de Buccicardi: “A medida que nos acercamos a la línea que divide la tierra en dos partes las ideas se confunden. Razones ambientales, térmicas o topográficas determinan que lo que es verdad en un lugar, no lo sea tanto en otras latitudes”.

Han pasado seis décadas de la noche mágica de Raymondi. Le marcó cinco tantos a la Católica y uno a Millonarios y quedó como líder de goleo de la Copa de 1962. Compartió tal honor con dos astros mundiales: Alberto Spencer (Peñarol) y Coutinho (Santos). Estos jugaron seis encuentros, mientras Raymondi solo cuatro, por lo que superó en promedio a ambos: 1,5. Atrás de Raymondi quedaron Pelé (4) y Dorval (5).

Tal vez pronto nos sentemos a rememorar con el Maestrito sus jornadas brillantes, como solíamos hacerlo con River (Washington Rivadeneira) en el acogedor portal de su compadre Carlitos Lira, a quienes recordaremos con afecto. (O)