Por alguna extraña razón la mente nos lleva a César Cueto. El polvo del olvido lo fue tapando a él como a tantos fenómenos que nos deleitaron en un campo de juego. Pongo a Cueto en una computadora, doy enter para que la máquina revuelva, procese y, cuando termina, el zurdo no aparece ni entre los primeros 500, tal vez mil futbolistas más renombrados de la historia. Algo está mal, pienso. ¿Acaso hubo cinco o seis futbolistas en el mundo con el exquisito dominio de pelota del Loro Cueto? No digo 100, digo cinco o seis. ¿Qué otro pie izquierdo puede compararse al del peruano…? ¿El de Maradona, el de Messi, el de Tostão…? Su dominio de la bola era gatuno, aterciopelado. Atravesamos una era en que las mediciones y la estadística invaden el fútbol. Que son útiles, hasta atractivas, gusta realmente saber quién dominó más, quién remató más al arco, el porcentaje de acierto, la velocidad de un disparo, los kilómetros que corrió un jugador. Los datos ofrecen pautas válidas que ayudan a analizar con más precisión un partido, un campeonato. No todos, claro, hay jugadores que tienen los mejores promedios de pases, pero la mayoría son hacia atrás, que no solo no sirven, irritan. Lo mismo pasa con los títulos. Se valora al Mundial como si fuera la única competencia existente. ¿Y los demás campeonatos… para qué se juegan? Di Stéfano, Puskas, Gento, Kubala, Gianni Rivera, Sívori, Eusebio, Spencer, George Best, Jimmy Johnstone, Zico, Teófilo Cubillas, Cruyff, Maldini, Roberto Baggio, Falcão, Sócrates, Junior, Platini, Gullit, Van Basten, Michael Laudrup, Rummenigge, Hugo Sánchez, Valderrama, Batistuta, Butragueño, Cantona, Dennis Bergkamp, Beckham, Neymar, Luis Suárez, Cristiano Ronaldo, Modric, Lewandowski y decenas más no obtuvieron el laurel mundialista y fueron o son excepcionales jugadores. Borges tampoco ganó el Nobel. ¿No lo leemos...?

Y con los goles… Garrincha convirtió 115 en casi dos décadas. Poquísimo. ¿Era muy malo por eso…? Zinedine Zidane apenas marcó 151 en 18 años de carrera; ganó muchos menos títulos que decenas de otros futbolistas, sin embargo, permanecerá siempre en el cofre de nuestros mejores recuerdos de hincha. Lo mismo Beckenbauer. Seguramente hubo zagueros más tenaces y fuertes, superiores en la marca; pese a ello, Franz está en el pináculo de la consideración. Sus arranques desde el fondo con cabeza levantada, eludiendo adversarios, ignorándolos casi, la bola al pie sin mirarla, siempre dócil y obediente, deslizándose sobre el césped como en patines y liderando otro avance de Alemania o del Bayern. Lo mismo Paulo Roberto Falcão. Él era el Beckenbauer del mediocampo. Es la fuerza arrasadora de la estética.

George Best recibió funerales de estado y 500.000 personas rodearon su cortejo fúnebre. No fue por la cantidad de goles y títulos conquistados, que fueron escasos realmente. Toda Irlanda del Norte fue a decirle adiós a un genio que los llenó de orgullo con su atrevimiento y sus jugadas maravillosas. Nadie sabe el porcentaje de pases correctos del héroe de Belfast. Tampoco importa si ganó la Champions, que sí la obtuvo, pero que no deja de ser un detalle menor en su gigante dimensión. Su gambeta lo erigió en un dios en toda Gran Bretaña.

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“El rumano Dudu Georgescu fue dos veces mayor goleador de Europa en los años 70 y a nadie se le ocurrió por eso darle el Balón de Oro, que es para el que mejor juega”, dice Ricardo Vasconcellos Figueroa, editor de Deportes de EL UNIVERSO. Sigue: “El exquisito Michel Platini fue Balón de Oro en 1983 sin ganar ese año la Copa de Europa. Hoy eso sería impensable. El francés tendría que haber corrido 300 km, acertado 100 pases hacia atrás, hacer 50 goles y haber conseguido la Champions. Jugar bien queda en segundo plano porque no tienen cómo cuantificarlo. Pero el juego artístico, espectacular, de pases hacia adelante, de pases-gol, de efectividad para ganar partidos y campeonatos vale más que los kilómetros corridos en un partido y los pases que se deberían registrar como bien hechos son los que realizan para progresar en el terreno de juego. Esto de los números va de la mano con la frivolidad analítica que impera hoy en el periodismo deportivo: si ganó, vale; si dio 20 pases, sin importar a dónde, es el mejor; si hizo 30 goles, pero otro juega mejor, el que sirve es solo el goleador; si corrió como poseído es irreemplazable, no importa cómo jugó”.

¿Y las sensaciones que un partido deja? Tampoco cuentan para los estadígrafos, pero se perpetúan por décadas. La del Mundial 1994 es recordada quizás como la peor final de la historia de los mundiales. Brasil e Italia igualaron 0-0 y fueron a penales. Su antípoda es la de Qatar, entre Argentina y Francia, que también se definió desde los doce pasos, pero fascinó a los 1.500 millones de telespectadores globales por ese torrente de dramatismo intensamente bello, casi irrespirable que tuvo.

Entre futbolistas de similares características y rendimiento debe prevalecer siempre el de mayor elegancia, ese valor agregado tan importante. Cuando pasan los años nadie se acuerda de las estadísticas sino de las grandes jugadas, de la clase. ¿Cómo se cuenta una parada de pecho de Pelé? No tenía huesos, carne y piel, tenía un almohadón ahí. ¿Y César Cueto, en qué estadística entra? La belleza es un bien inmaterial de este juego único. Pero ha perdido terreno en función de las estadísticas y el exitismo.

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El fútbol es información, pero también es observación. Es resultado, también emoción y espectáculo. (O)