Estamos ansiosos, nos frotamos las manos, nos acomodamos en el sillón, pedimos silencio al resto de la casa, ssssshhh… que empieza la final. “¿Qué final?”, pregunta una voz femenina. “¿Cómo qué final? ¡La de la Libertadores!”. Los locos del fútbol creemos que todo el mundo debe estar al tanto de las coordenadas de la pelota, que a tal hora juega el City con el Liverpool y se disputan la punta, que en el otro canal pasan al Barça con el Atlético y que como el Barça le regaló al Atlético a Luis Suárez hay que ver si Suárez le mete algún gol al Barcelona. Pero no, el resto de la humanidad tiene sus cosas y sigue su vida normal.

Nosotros, en cambio, no cejamos, somos garimpeiros del fútbol, todos los días horadamos la montaña en busca de una piedra preciosa que redima nuestra fe, nuestra persistencia. Soñamos hallar en uno de esos rutinarios martillazos un inmenso filón de oro, por ejemplo aquel Real Madrid 2, Barcelona 6, o el River 3, Boca 1 de Madrid, o el mismo Bayern 8, Barcelona 2. Masticamos tantos partidos desabridos en la esperanza de que detrás de esa piedra puede haber una joya que recompense tanto entusiasmo, tantos afanes... Con esa misma ilusión aguardamos la final entre Palmeiras y Santos en Maracaná, aunque Maracaná sin público es como Venecia sin agua. Pero son dos brasileños, confiamos encontrar la pepita que premie la semana, el mes, quizá el año.

Dos clubes de Brasil que salen a pegarse, a forcejear.

Y ocurre lo inesperado: dos equipos (¡brasileños…!) que salen a pegarse, a defender, a forcejear, a matonear. Cada vez que alguno domina el balón e intenta hacer algo constructivo con él viene un rival y lo choca, lo derriba. Es imposible progresar en el campo de ese modo. Pasan diez minutos, veinte, cincuenta y nada, ni un tiro al arco, ninguno se agrede futbolísticamente, solo en lo físico. Ambos juegan a lo mismo: obstruir, impedir, evitar, chocar, lo cual no habla bien de ninguno de los entrenadores (el portugués Abel Ferreira en Palmeiras, Cuca en Santos).

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Y componen la que seguro es la peor final de la historia de la Libertadores. Hicimos una encuesta en nuestra cuenta de Twitter preguntando si en verdad era la peor y con más de 1.100 votos el resultado fue “Sí, por lejos”, con el 77,6%, en tanto la opción “No, hubo peores” sumó el 22,4. La de San Lorenzo-Nacional de Asunción fue un espanto, pero no se pegaron y hubo más intención de jugar, aunque no lo concretaron. Fue como un concurso de autitos chocadores durante 97 minutos y 27 segundos. En el 98 y 28, un centro de Rony (precioso, valga reconocerlo) fue magníficamente conectado de cabeza por Breno y se convirtió en el único gol del partido y en la segunda Copa Libertadores de Palmeiras.

Millones defienden una falsa premisa: jugar bien o ganar.

Y aquí viene una confesión del cronista: soy palmeirense en Brasil, de toda la vida. Palmeiras era el único que le paraba el carro al Santos de Pelé; por eso y por Ademir da Guía, un negro de cabello rubio, mota pero rubio que jugaba de 10 y era una maravilla, me hice del Verdão. Pero este Palmeiras no representa su juego histórico ni el de Brasil. Se empleó a diez miembros del arbitraje, cuatro en campo y seis en la cabina del VAR, pero no hubo ninguna jugada para revisar en 104 minutos de acción (aquello de los 90 minutos es cosa del pasado). El postrero gol de Breno fue el único remate al arco del campeón en todo el partido.

La final estaba siendo televisada en directo a 191 países y la cartelería mostraba diez patrocinadores de los gordos (Ford, Banco Santander, Bridgestone, Rexona, Gatorade, Qatar Airways, Mastercard, Amstel, Betfair y EASports), pero el juego fue muy flaco. Quienes salen con el maletín a vender la Libertadores ofrecen pasión y técnica. No hubo ninguna de las dos. Palmeiras y Santos demostraron por qué están tan lejos de la punta en el Brasileirao. Brasil sigue siendo ganador (a nivel regional) por tradición, por cantidad de población, por presupuesto y número de competidores. Pero hace décadas el fútbol brasileño perdió el jogo bonito, aquel estilo brillante y ofensivo que le dio tantos títulos, y sobre todo tanto prestigio y admiración. Y no solo como fútbol, su imagen de país se ganó la simpatía universal porque un pueblo con un sentido tan artístico del juego merece respeto. Y hablamos de fútbol, el más difícil de los deportes, el único que no se practica con las manos. Visto de afuera, una de las causas de la pauperización del juego en la patria de Pelé y Garrincha es la proliferación de preparadores físicos en la función de técnicos. Comenzó con Parreira a principios de los 70, luego fueron sumándose Claudio Coutinho, Sebastião Lazaroni, Paulo Autuori, Antonio Lopes, Carlos Alberto Silva, René Simões y tantísimos otros. El profesional de lo físico es más planificador, más puntilloso en lo atlético, quizás más riguroso en la disciplina, pero carece de la sensibilidad de quien fue futbolista, no entiende del mismo modo al jugador ni prioriza la técnica o el talento. La prensa deportiva brasileña calificó de “absurda” la final, adjetivo adecuado, fue tan ordinaria que excede lo malo, lo aburrido, entra en el terreno de lo casi insólito.

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En cinco años quizás nadie recuerde más de tres nombres de los 30 que tomaron parte, Breno por el gol, Soteldo por ser un venezolano que usa la 10 de Pelé en el Santos y porque mide 1,58, y Marinho, hábil puntero santista que fue el mejor valor de la Copa (no en este partido). Nadie se ganó el bronce. Palmeiras representará a Sudamérica en el próximo Mundial de Clubes, esperamos que con mejor fútbol. “No te pido 28 toques como el Barcelona, ¡dos te pido…!”, gritaba el inefable Tano Pasman frente al televisor. Acá fue igual: ni dos pases seguidos vimos. Quizás estamos acostumbrados a aquellas máquinas de fútbol que eran el Santos de Pelé y Coutinho, el Flamengo de Zico y Junior, el São Paulo de Telé Santana, el Gremio de Renato Gaúcho, el Cruzeiro célebre de Palhinha, Jairzinho, Joazinho.

Hay toda una corriente de mal gusto defendida por millones que inventaron una falsa premisa: jugar bien o ganar. Como si la tosquedad y la falta de audacia fueran el requisito indispensable para el éxito, cuando es exactamente al revés. El gol del campeón lo confirma: un centro delicioso y un cabezazo brillante determinaron el título. O sea, lo único que se hizo bien, con técnica y excelencia, desniveló. El problema fue que, en este caso, los dos se enrolaron en el mismo bando hostil a la pelota. No había de quién burlarse, a quién dedicarle memes.

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Se jugó feo, se pegó lindo, no hubo remates al arco. Los amantes del resultadismo viven momentos de gloria. “Las finales no se juegan, se ganan”, proclaman-disfrutan-sacan pecho-atropellan. Es su hora, muchachos. (O)