El deporte es considerado como uno de los bienes más importantes de la sociedad. Se considera que tiene una gran relevancia para la educación, la transmisión de valores y el desarrollo de una vida saludable. Sin duda alguna, uno de los principales valores del deporte es la aspiración a que se practique con limpieza, que entregue principios positivos a la sociedad. Desgraciadamente, las triquiñuelas existen. En febrero del 2013 una investigación determinó que habían sido amañados aproximadamente 680 partidos del balompié profesional en toda la Unión Europea.

En nuestro país el fútbol mueve cantidades ingentes de dinero, pero desde los poderes públicos no se han realizado acciones para evitar la corrupción, el fraude y el aseguramiento de resultados en las contiendas deportivas, que son conductas con implicaciones penales. Lo ocurrido en el juego entre Universidad Católica y Barcelona no es una casualidad. Me recordó el partido entre Alemania y Austria, en el Mundial 1982, cuando se pactó un resultado que clasificó a ambas selecciones a la siguiente fase y dejó fuera a Argelia. Casi 25 años después de esa Copa del Mundo, el alemán Hans-Peter Briegel declaró: “Alemania hizo trampas para eliminar a Argelia en 1982”.

En el partido local nadie intentó hacerse daño y así se obtuvo un resultado que preservó el interés mercantil. La esencia del deporte quedó en la cuneta y la moral deportiva yacía desmayada en el césped. El fútbol, esa “excusa para ser feliz”, ya no tiene sentido. Sé lo que es vivir en una sociedad capitalista y estoy preparado para ello. “Primero el dinero, todo lo demás viene después”, es la frase de moda. ¿Debemos resignarnos a mirar el fútbol como una actividad apasionante, pero insalubre? Parece que sí. Puede que, en mi larga vida en el deporte y en el periodismo, las lecciones del hogar y las de mis maestros de vida me hayan vuelto un iluso que aún sueña, como muchos años atrás, que cuando pasara mi equipo todos se sacaran el sombrero. Claro, eran los tiempos en que Wilfrido Rumbea, Rigoberto Aguirre, Luis Guerrero, Pepe Tamariz, Nicolás Romero, Carlos Coello o Galo Roggiero eran los directivos.

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Hoy algunos resultados pueden digitarse en cenáculos en que manda el director financiero, el general del banquillo y los dirigentes de saco y corbata. Todo esto justificado en el estercolero de las redes sociales, con fanáticos aullantes y una catarata de obscenidades que harían ruborizar a gente de burdel. Pero no es lo peor. El ‘pacto de no agresión’ lo patrocina un ejército de ‘periodistas’. Uno de ellos me escribe: “¿Y qué querías, que ambos equipos sacrificaran millones? ¿Tú no harías lo mismo si fueras dirigente?”. Le he contestado que no, que hubiera preferido renunciar.

Hay un atisbo de razón en los que defienden a los dirigentes. Es el rostro de nuestra sociedad desmoralizada. Son los mismos que proclaman a los cuatro vientos: “Robó, pero hizo obras”. Difícilmente volveremos a instalar la idea de la decencia y el honor. Primero, las cuentas y el billete. En el futuro no digan que los clubes son entidades sin fines de lucro, porque por lo visto el domingo las ganancias están muy arriba de la moral. ¿Por qué no proponen a los dos clubes para el Premio Nobel de la Paz? (O)