Año 2003. torneo Sudamericano Sub-20 en Uruguay. Compartimos varios partidos con Alberto Spencer en Montevideo y Punta del Este. Sentados en la tribuna América del estadio Centenario, recibe a cada momento saludos respetuosos, pletóricos de afecto. Muchos son hombres maduros, hinchas de Peñarol. Otros, incluso de Nacional, el rival de siempre.

“Vemos que la relación con la gente de Nacional contigo es buena, hasta de aprecio”.

“Ah, sí, es que yo nunca fui un jugador pesado. Hasta cuando hacía un gol, más que festejar me condolía por el arquero vencido”.

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Siempre serio, con esa flema británica que no era de Londres ni de Liverpool ni de Manchester, era de Ancón y venía con él de fábrica. Pero acaso esa compostura, ese aire caballeresco tuviese origen en el apellido Spencer y haya viajado genéticamente de los ancestros hasta él.

Si a una persona le cabía a la medida el término embajador es a Alberto: siempre aplomado, austeramente cordial, atildado, correcto, de impecable vestuario. Y dándole brillo al comportamiento, su gloria personal, la leyenda de sus goles, el pasado cargado de aplausos, de vítores, de títulos, de héroe en momentos clave.

Pleno verano austral. Bajo un sol abrasador, a la una y media de la tarde del lunes 22 de febrero de 1960, apenas con un bolsito en la mano, pero muy elegante, de traje claro y corbata a rayas, Alberto Spencer pisó por primera vez suelo uruguayo. Había salido el domingo, hizo Guayaquil-Lima-Buenos Aires, pero antes las escalas aéreas solían demorarse más de lo previsto y perdió la conexión a Montevideo.

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Hizo noche en la capital del tango y al día siguiente partió hacia su destino. Viajó solo, aunque no estaría sin compañía. En el aeropuerto de Carrasco lo esperaban Gastón Güelfi, presidente de Peñarol, el recordado Juan López, técnico de Uruguay en el Maracanazo y de Ecuador en el Sudamericano de 1959, donde jugó Alberto. También otros directivos y miembros de la prensa.

Apenas tres horas después, el vespertino El Diario ofrecía amplia información del viajero con tres fotos y el título ‘Spencer llegó esta tarde’. No arribó como un anónimo. El periódico Acción había abierto la sección deportes encabezando con un ‘Llega Mañana Spencer, Esperanza de Peñarol’, así, con mayúsculas en cada palabra.

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Tenía 22 años y, aunque no lo imaginaba, el más grande futbolista que dio el Ecuador viviría allí hasta su muerte, a un mes de cumplir los 69. Estaba ampliamente recomendado por Hugo Bagnulo, entrenador mirasol que quedó impresionado cuando lo enfrentó en el cuadrangular de inauguración del estadio Modelo, y por el mismo Juancito López.

Spencer tiene una marca que tal vez deba ir de cabeza al libro Guinness de los récords: llegó en 1960 y fue campeón de 1959. ¿Cómo…? Peñarol y Nacional igualaron el primer puesto del torneo uruguayo y debían desempatar en una final. Una fecha posible para disputarla era el 2 de diciembre, Peñarol se opuso y la mayoría de los jugadores de Nacional viajaron al Campeonato Sudamericano de 1959 realizado en Guayaquil del 5 al 25. Retornaron a fin de año, de modo que la definición del título de 1959 quedó postergada hasta marzo de 1960.

Y un absurdo reglamentario permitió a Peñarol alinear a los jugadores contratados para el nuevo año, entre ellos Spencer. Nacional armó un escándalo, pero jugaron igual. Se vendieron 67 446 boletos, Peñarol se impuso 2-0 y se coronó campeón.

El partido finalizó “a la uruguaya”, con 21 jugadores tomándose a trompadas por varios minutos. ¿Por qué veintiuno…? Spencer fue el único que no intervino. Desde un costado, cruzado de brazos, observó cómo se daban. Hubo ocho expulsados.

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Tito Gonçálvez contaría después que, tras el partido, Alberto estaba muy enojado: “Volvimos al vestuario y nos encontramos a Spencer que nos miraba mal y nos decía: ‘Ustedes los uruguayos están locos, ¿cómo se van a pegar así por el fútbol…? Yo aquí no sigo, me voy mañana para Ecuador. Ustedes son locos’. Bueno, lo calmamos y, por suerte, Alberto siguió con nosotros”.

De modo que, en su debut oficial en Peñarol, campeón uruguayo. Y desde ese primer día hasta el último, once años después, titular siempre. Y figura. Fue piedra fundamental de ese Peñarol histórico que dominó la década del 60 con una delantera de memoria: Julio César Abbadie, Pedro Virgilio Rocha, Pep Sasía, Spencer y Juan Joya, entre quienes alternaban Julio César Cortés y Lito Silva. Llegarían siete ligas más con los aurinegros y una con Barcelona SC. En el ínterin viviría su idilio con la Libertadores. Convirtió su apellido en sinónimo de ella.

Tres copas ganadas, cinco finales protagonizadas y la marca máxima de goles: 54, que quizá no se iguale ni en un siglo. O nunca. En el primer partido de la historia copera, Peñarol goleó 7-1 al Wilstermann boliviano con triplete del muchacho de Ancón.

A comienzos de los años 60 era un fútbol muy difícil el uruguayo. Aún era una potencia: venía de ser campeón del mundo en 1950 y cuarto en 1954. En 1966, Inglaterra se coronó en su Mundial ganándole a Alemania, Argentina, Francia, Portugal y México; a la única selección que no pudo vencer fue a la Celeste: empataron a cero en el debut mundialista y con la reina en el palco.

Había que ser muy hombre para brillar en ese medio. ¡Y jugando de delantero…! Washington Etchamendi, técnico de Nacional, les ordenaba a sus zagueros: “la primera es a la garganta”. Un fútbol descomedidamente rudo, con reglamento aparte. Pero Alberto no se achicó nunca. En la década del 60, Peñarol era, junto al Santos y el Real Madrid, el equipo más fuerte del mundo.

A ambos los tenía a maltraer. Y los goles eran de Spencer. Al mejor Santos de la historia, el de 1962, le hizo un gol en Montevideo y dos en Brasil. Para ubicarse en el tiempo: en las finales intercontinentales de 1966, Peñarol venció en los dos partidos al Real Madrid 2-0 y con mucha superioridad. Cabeza Mágica anotó tres de los cuatro tantos.

En Sudamérica era igual: 1-0 a Olimpia en la primera final de 1960, gol de Alberto; 1-0 a Palmeiras en la de 1961, Alberto; 4-2 a River en 1966, dos suyos... Siempre así. Una máquina. Goles decisivos, en finales. Una pantera tipo Didier Drogba, con un juego aéreo devastador y piques electrizantes.

Parecía un puma agazapado y expectante en el bosque de zagueros de las defensas adversarias –escribió un viejo cronista uruguayo–. De pronto, como impulsado por un mágico trampolín, salía como un filoso cuchillo de su vaina buscando la inmensidad del cielo. Y, cuando estaba en lo más alto, cuando ya había superado en el salto a todos sus rivales, aplicaba el feroz zarpazo”.

En uno de los diversos viajes a Montevideo nos contó el secreto de su cabezazo: “Yo tenía una cualidad natural que me ayudó en toda mi carrera: me elevaba mucho desde el lugar donde estaba, en cambio, los defensores tenían que tomar impulso para hacer lo mismo. Con eso sacaba ventajas. Y de los muchos goles que hice, la mayoría fueron de cabeza”.

Su tarjeta de presentación imponía respeto: casi 500 goles. Pero él se quitaba méritos.

“Debo ser sincero, como se juega hoy, yo no hubiese podido hacer tantos goles. En los tiempos del gran Peñarol, Abbadie, Joya, Pedro Rocha, todos jugaban para mí. Yo solo tenía que estar adentro del área y definir. Hoy el 9 casi no existe, y si existe juega solo, le es más difícil llegar a la red”.

Estábamos presenciando un partido Paraguay-Ecuador por ese Sudamericano Sub-20. Añadió: “Ahora se trabaja mucho más en lo físico que en lo técnico. Mirá, en este momento hay un córner a favor de Paraguay contra Ecuador.

Están los once jugadores nuestros en el área, falta que entren los directivos a defender... En mis tiempos no existía eso. Yo iba al área tal vez a felicitar a (Ladislao) Mazurkiewicz por una gran atajada, después no iba más. Y aparte no te dejaban. William Martínez, aquel zaguero nuestro tan corpulento decía “El área es mía”, no quería mucha gente allí. Saltaba William y desparramaba a un pueblo... Hoy hay mucha más preocupación por defender.

Fue un crack de dos banderas en tiempos que no estaba reglamentado como ahora el pertenecer a una sola selección. Jugó Sudamericanos y eliminatorias para Ecuador, y amistosos para Uruguay. La primera vez que la Celeste marcó un gol a Inglaterra en Wembley, Spencer fue el autor (6 de mayo de 1964).

“Alberto, ¿qué sentías cuando se enfrentaban Uruguay y Ecuador?” “Es una sensación medio rara, especial... Defendí las dos camisetas y las quiero a las dos. Se complica, se desencuentran los sentimientos...”.

Murió en la madurez, rozando los 69, pero nadie se hubiese atrevido a llamarlo viejo. Conservaba la estampa del veterano intacto. Mantenía el peso de sus años de oro. Nos parece verlo bajar de su carro, un sobrio BMW gris, en el playón del estadio Centenario, traje cruzado impecable, camisa blanca, corbata al tono. Sereno, esbelto, digno, Spencer era la contrafigura de la mayoría de los futbolistas que, tras el retiro, engordan, se deterioran, encanecen, se abandonan.

Desde hace muchos años oficiaba de cónsul general y permanente de Ecuador en Uruguay. No solo era un diplomático, lo parecía. La diplomacia no la estudió, la traía de cuna. Serio, medido, opinador sensato, despertaba admiración unánime en las reuniones y cocteles en los que el fútbol convoca a las antiguas glorias.

Si los goles le dieron fama, su caballerosidad lo bañó de prestigio. Spencer fue lo que los norteamericanos llaman un self made man. Hizo todos los goles que un equipo, un hincha, un entrenador pueden pedirle a su bombardero. Goles para ganar partidos, copas y campeonatos. El récord en la Copa Libertadores lo cerró con llave. Y se la llevó con él. (D)