La bomba de la semana estaba en Madrid. Y le explotó en las manos a Argentina. Perder 6 a 1 en estos tiempos signados por la cada vez mayor paridad en el fútbol es muy fuerte, papelonesco. Más para un fútbol importante, tanto que hasta en su peor momento igual es uno de los candidatos a ser campeón del mundo (aún está 5º en las casas de apuestas europeas). “Menos mal que fue en un amistoso”, intentan consolarse algunos. Jugaron en Madrid, a estadio lleno, lo vieron millones, era la camiseta argentina, fue baile… El carácter del cotejo no minimiza el bochorno.

Hubo 115 partidos entre selecciones en las fechas FIFA, ninguno hizo tanto ruido como la paliza de la Roja a la Albiceleste. Con un agravante: fue la única derrota de los sudamericanos clasificados para Rusia. Las demás fueron 8 victorias y un empate. Una mancha muy visible en el traje de gala del continente. Le cabe una disculpa: no jugó Messi y, como todo el mundo sabe, Argentina empieza y termina en Messi. No existe ninguna otra razón que le confiera el estatus de equipo competitivo o, aún más, de aspirante a la corona. No hay siquiera un segundo jugador de nivel A que merezca una mención. Está Otamendi, zaguero fuerte, confiable, rendidor siempre, de la categoría de Piqué o Sergio Ramos.

La salvedad se desvanece porque, visto lo visto, con Messi el baile se hubiese dado igual. Tal vez Argentina hubiera marcado algún gol más, acaso España se hubiese contenido un poco. No se hubiera evitado la humillación. Porque, aunque mucho público no quiera entenderlo, el fútbol es un juego de once. Y un solo jugador no puede hacer todo. Quizás después de este 6-1 algunos millones de aficionados capten mejor por qué Messi no fue y tal vez no sea nunca campeón del mundo: con esta Argentina es imposible. Tal vez ahora se valore su proeza de haber llevado a esta pobre selección hasta la final del mundo en Brasil a fuerza de goles y juego. ¡Qué justiciero fue ese Balón de Oro en Maracaná…!

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Dos cosas parecen no ser relevantes en Argentina: el mérito y el rendimiento. El primero no es requisito para ser convocado, llegan jugadores que uno no tiene una idea cabal de por qué fueron citados. El segundo porque, elementos que hace años no dan una respuesta satisfactoria, siguen estando y son titulares inamovibles (Di María, Higuaín, Banega, Biglia, Rojo, Mascherano, el mismo Agüero, hasta hace poco el inefable Lavezzi). Es un club de amigos y ninguno de los últimos entrenadores logró romper ese círculo vicioso. Sampaoli tampoco. Un paradigma es Higuaín: le va razonablemente bien en sus clubes, pero mal en la Selección, donde no convierte y casi no participa del juego. Ante España falló de nuevo un gol cantado estando solo bajo el arco, cuando iban 0-0. Luego, otro. No es óbice, seguirá siendo el dueño del puesto. Es una generación fallada. Y engañosa: brilla por fuera, adentro no hay nada. Pero solo se irá tras la jubilación. Un grupo que nunca le dio una alegría verdadera a los hinchas. Sampaoli de pronto se creyó una mezcla de Rinus Michels, Alex Ferguson y Pep Guardiola; se pensó el jugo de los tres. España lo bajó a la realidad. Le viene bien para reducir un poco su elevadísima autoestima, más alta que él mismo. El 1-6 lo puede emparchar únicamente llegando a la final del mundo. Su Argentina, hoy, es un combinado, no un equipo. No se advierte a qué juega, carece de armonía, defiende muy mal (en noviembre, Nigeria también lo goleó: 4-2), ni siquiera sabe atravesar la mitad de la cancha y no encuentra caminos hacia el gol. El 80% de los pases son hacia atrás, síntoma inequívoco de incapacidad individual y grupal: cuando un jugador no sabe qué hacer con la pelota o no tiene variantes de pase, gira y la entrega atrás. No la pierde, tampoco progresa en el campo. El rival siempre está con los once detrás de la línea del balón y así es difícil generar desequilibrio. El desnivel se produce por gambeta, por velocidad, con combinaciones precisas y rápidas o bien con pases filtrados entre los rivales. Sampaoli alineó a tres volantes centrales lentos (Mascherano, Biglia y Banega) que no poseen ninguna de esas características. Y arriba un 9 esperando que caiga la uva (Higuaín), que cuando cae no la agarra. Así es difícil sorprender a un conjunto lleno de gente que sabe jugar.

El fútbol se gana o se pierde en las áreas, pero se cocina en el medio campo. Ése es el sector más flojo de Argentina. No defiende, no crea juego, no dinamiza, casi nunca un volante argentino se desprende y pisa el área (en 18 fechas de la Eliminatoria, un solo gol convertido por un medio: Biglia a Colombia). Y lo más exasperante: su blandura física y anímica. El ataque, donde supuestamente están las estrellas argentinas, fue paupérrimo en la Eliminatoria: hizo los mismos goles que Venezuela y Paraguay: 19. Pero 22 menos que Brasil, 13 menos que Uruguay, 8 menos que Perú, 7 menos que Chile y Ecuador…

Además de darle una lección de tiki taka, España le hizo una presión asfixiante, bien alta; con Piqué y Ramos casi en mitad del campo. En ese caso se puede romper la presión con pases filtrados o por elevación y uno o dos jugadores pican al vacío generando peligro y obligando al rival a que no se venga. Nadie lo intentó. Por el contrario, tiraban la bola hacia atrás, luego más atrás, finalmente al arquero y este, pobre, parecía recibir una granada con mecha encendida.

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Este cronista pensó que Sampaoli era el mejor técnico posible para Argentina (y lo escribió varias veces), basado en lo hecho en Chile. Pero en Chile tenía jugadores. Bravo, Isla, Medel, Jara, Marcelo Díaz, Aránguiz, Vidal, Alexis, Vargas… Muchos buenos, con personalidad. A la Argentina le cuesta asumir que no tiene figuras. Al menos, no de selección. Fuera de Messi y Otamendi, los demás están porque no hay otro. A tal grado de espanto llegó el 6-1 de España que muchos extrañaron a Di María.

“Menos mal que pasó ahora”, respiraron otros. Al acabar la Eliminatoria quedaban 8 meses y una semana para el debut en el Mundial. Sampaoli tenía tiempo de dar un volantazo, armar un equipo si no nuevo, muy renovado, acabar con el club de amigos, probar a otros que tal vez puedan hacerlo mejor y darle un sistema de juego. Ahora le quedan 74 días, ya no tiene espacio para experimentos, las dudas se multiplicaron, el funcionamiento está en cero y el ánimo, devastado. El panorama es sombrío, aunque el recuerdo de 1986 alienta vagas esperanzas: difícil que un equipo pueda jugar peor, en lo previo, que aquella Argentina de Bilardo; y luego se ensambló y ganó el título.

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Argentina es, hoy, un avión en emergencia. Se dirigía a Rusia y perdió contacto con la torre de control.

Sampaoli se creyó una mezcla de Rinus Michels, Alex Ferguson y Pep Guardiola. España lo bajó a la realidad. Le viene bien para reducir su elevadísima autoestima, más alta que él mismo.

(O)