Muchos seguidores de esta columna me han pedido, indistintamente, escribir sobre uno de dos temas: el ranking histórico de los mejores futbolistas del Ecuador que se dice publicó el diario madrileño As y la confirmación de Gustavo Quinteros como conductor de la selección ecuatoriana en el proceso eliminatorio para el Mundial de Rusia 2018.

No creo que alguien haya tomado en serio un ranking que dice que Alex Aguinaga –notable futbolista y caballero– es el número uno de la historia por sobre una leyenda universal como Alberto Spencer. Lo mismo con la ubicación de Iván Hurtado por sobre Vicente Lecaro y el puesto asignado a esa estrella fugaz, gitano de veinte equipos, que fue Jaime Kaviedes. El origen de esa aventurada lista no lo conozco. Puede ser un producto de la ignorancia o una nota de humor negro. Por eso no diré una palabra más.

Una de las profesiones más rentables del mundo –si no la más próspera y sin riesgos– es la de director técnico de una selección de fútbol sudamericana. Desde que la avidez por los billetes inventó la eliminatoria todos contra todos, no hay un solo entrenador que no codicie el puesto. Se juega durante tres años. La espera entre partidos suele demorar tres, cuatro o cinco meses. ¿Qué hace el director técnico en ese lapso? Nada.

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No conozco a ninguno que recorra las canchas en busca de promesas ocultas como lo hacía Dusan Draskovic, el hombre que le cambió la cara a nuestro fútbol. Tampoco forma una selección de jugadores nacionales jóvenes para tenerlos en actividad. No buscan partidos amistosos dentro de casa para poner en funcionamiento a esos jugadores que pueden dar el salto de calidad.

El caso más saliente fue el de Hernán Darío Gómez. Apenas sonaba el silbato de un partido oficial salía corriendo al aeropuerto donde lo esperaba un charter para llevarlo a Medellín. No volvía hasta tres días antes del siguiente partido para charlar con los jugadores y dar la alineación. Eso sí, cobraba mensualmente pero trabajaba tres días cada trimestre. Años después reveló que ni siquiera hacía la convocatoria de jugadores, pues esa lista la elaboraban Luis Chiriboga y Vinicio Luna.

Cuando empezó la actual eliminatoria, Ecuador estaba en el puesto 13. Era diciembre del 2015 y habíamos dado el campanazo al vencer a Argentina en Buenos Aires. Luego nos subimos a una resbaladera y nos estrellamos contra el piso. Hoy estamos en el lugar 25. Ni Quinteros era el sabio que dijo ser ni los jugadores se empeñaron mucho en hacerlo quedar bien. No duró sino cuatro partidos la sintonía entre el conductor y sus pupilos. Los jugadores se dieron cuenta muy pronto de que toda la “genialidad” que se atribuía en sus declaraciones era más falsa que un billete de tres dólares. No compartían la supuesta planificación del cotejo, ni las titularidades y peor los cambios. Y cuando el deportista no cree en su técnico, el resultado es el fracaso inevitable. Eso lo saben los dirigentes que ratificaron a Quinteros porque no pueden pagarle la rescisión del contrato. El argentino seguirá cobrando 91 mil dólares mensuales hasta el 31 de agosto y esperará a que los jugadores lleguen el 28 o 29 de ese mes. Recién entonces va a desperezarse, pero antes habrá cobrado casi medio millón de dólares. No hay duda: son las vacaciones mejor pagadas en nuestro país. No digo una palabra más sobre este profesional tan afortunado.

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Me he entretenido demasiado y no he hablado del tema que me interesa: la regata a remo para yolas cuatro con timonel y yolas doble par de Guayaquil a Posorja, que nació en 1940 como una idea de Rafael Guerrero Valenzuela, en aquel tiempo comentarista de radio El Telégrafo. Desde entonces no ha dejado de hacerse y marcha hacia los 80 años.

He dicho muchas veces que esa competencia es una epopeya que ha sido cantada por primera vez por la poetisa guayaquileña Karina Gálvez.

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Voy a inquietar al mejor cultivador de la décima espinela, el poeta esmeraldeño Julio Micolta Cuero, para que se inspire en el esfuerzo descomunal de nuestros remeros. A otro amigo, Melvin Hoyos Galarza, voy a escribirle para que la Dirección Municipal de Cultura vaya pensando en un concurso poético para rendir homenaje a la regata.

Hay que vivir la prueba para advertir la dimensión de la proeza de remar más de siete horas en la madrugada (antes remaban diez horas), saliendo en la oscuridad y llegando a Posorja con el despertar del sol. Pujar toda la noche con los canaletes tanto a favor como en contra; sortear el azaroso camino líquido de Los Callejones e ir pasando a puro músculo los controles de Punta de Piedra, Faro de Alcatraz y Puerto Arturo, para salir luego a mar abierto y dejar en la pericia del timonel la parte más dura de la carrera: la entrada a Posorja cuando arrecia el cansancio, la mala noche, la sed. A la llegada a Posorja los recibe una multitud. Luego los dirigentes federativos arman un show en una tarima y entregan a los vencedores un trofeo y un diploma que reposan en las manos a veces sangrantes de los remeros.

Me ha tocado vivir esa fiesta, que es también drama, por 49 años. Esta vez no podré concurrir, pero en mi nombre lo hará mi compañero de travesía: Washington Rivadeneira (River) con quien sí celebraré –si Dios nos da vida– nuestro cincuentenario en la regata en el 2018.

Pensar que con lo que cobrará Gustavo Quintero y su equipo técnico hasta agosto, sin trabajar, podrían comprarse una docena de yolas de aluminio y medio centenar de remos de grafito para entregarlos a todos los clubes participantes, de modo que las condiciones competitivas sean equitativas. Porque mientras unas entidades cuentan con todos los elementos del progreso, otros siguen participando con remos de madera y yolas a veces parchadas, con cicatrices de mil batallas. Y lo asombroso es que ganan.

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En las tantas navegaciones en los últimos años acompañando a Frank Maridueña y a Christian Villacrés, de la CRE, hemos recordado con River las primeras regatas a las que fuimos, cuando se celebraba la fiesta de recepción y la elección de la reina en el viejo Hotel Europa, al son de una orquesta. Y cuando viajábamos en los lanchones de Charny Dager con orquesta y suculentos banquetes. Pero lo más romántico en el recuerdo será siempre la expedición que organizaban Alex Wiesner y Jacinto Flor para escoltar a la yola de LDE. En cada punto de control, mientras esperábamos a los competidores, el inolvidable Walter Cavero daba una serenata de viejos boleros. En Posorja nos esperaban el patriarca don Candelario Rodríguez Mirabá y su hijo, Luis Eduardo, con platos marineros preparados por Panchito Crespín, que había sido chef del Hotel Humboldt.

Madrugadas y días inolvidables que nunca saldrán de nuestra memoria. (O)

Me ha tocado vivir esa fiesta, que es también drama, por 49 años. Esta vez no podré concurrir pero en mi nombre lo hará mi compañero de travesía: Washington Rivadeneira (River).