Guayaquil, verano de 1997. El 'omnibús', como allí se le conoce, está a rebosar. La gente acaba de salir de trabajar. Vuelven a casa, después de una jornada de trabajo. El calor es asfixiante en la calle, son las tres de la tarde y el termómetro marca casi 40º centígrados. La sombra escasea. Sobrevivir ahí fuera es casi una utopía. La gente busca con desesperación sus relojes, incesantemente, sin descanso. El tiempo parece que se detiene, que está jugando con ellos.

Desde hace un rato, el armatoste motorizado cuenta con un pasajero más. Un niño de unos 5 años que, con su dulce voz entona una suave melodía en la que nadie repara. La macabra partida que juega cada pasajero con su reloj es el centro de atención en ese momento. Preocupaciones del primer mundo.

Siempre hay algún alma caritativa que aprecia las bellezas que le ofrece el mundo. Y ese niño era una de ellas. Al bajar del bus el chico llevaba a cabo el recuento. Cogía el sombrerito de paja que utilizaba como cepillo y contaba las monedas que tenía. Las guardaba con cuidado y se iba a casa a entregárselas a su mamá. Esa era su vida, dura, pero al fin y al cabo, la suya.

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Aquel chico se llamaba Carlos y durante mucho tiempo vivió así, recorriendo autobuses en lugar de escuelas. Contando monedas sin crear sus sueños. Pero en 2003 algo empezó a cambiar. Su familia se trasladó a Puerto Quito. Allí Carlos cambió su sombrerito por unos guantes y su mugrienta ropa por unos coloridos calzones. Carlos descubrió el boxeo.

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