La mano bienhechora debe ser ensalzada y la mano manchada de sangre debe ser castigada. Es lo que exige la justicia, que le está siendo aplicada a Efraín Ríos Montt, el exdictador militar de Guatemala de marzo de 1982 a agosto de 1983, que tumbó a otro dictador y fue derrocado a su vez por otro sanguinario. Ríos está siendo juzgado por delitos de genocidio, en particular contra indígenas y crímenes de lesa humanidad.

Por orden de su gobierno o con su complicidad, los paramilitares –como en Colombia–, cometieron 334 masacres, 19.000 asesinatos y desapariciones, destruyeron 600 villas, provocaron 90.000 refugiados en países vecinos y un millón dentro del país. Crímenes que integran la lista de atroces acciones de los regímenes que dominaron Guatemala por más de tres décadas, después de la caída del gobierno democrático de Jacobo Arbenz en 1954, provocada por la insurrección militar apoyada por los Estados Unidos de América, en respaldo a la United Fruit Company, dueña de un extenso latifundio que Arbenz había anunciado expropiar, basándose su precio en el bajo avalúo que la compañía había declarado para pagar menos impuestos y de la cual eran accionistas los hermanos Dulles, Allen, jefe de la CIA y Foster, secretario de Estado. Del dominio de esa compañía en la nación centroamericana y de los terribles maltratos infligidos a los mayas, escribió Miguel Ángel Asturias, Premio Nobel de Literatura.

En 1960 empezó el exterminio, con el saldo de unos 200.000 muertos, entre ellos, los padres y hermano de Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz, cuyos otros dos hermanos murieron de desnutrición. En 1996 se firmaron los acuerdos de paz entre el gobierno y la guerrilla. A pesar de ello, siguieron cometiéndose graves crímenes, como el perpetrado contra el obispo Juan Gerardi, quien dos años antes había publicado su libro Guatemala nunca más, donde presentó pruebas de 40 años de represión. En su reemplazo, al frente de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, fue nombrado el hermano del general Ríos.

En 1983, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos informó que las operaciones militares contra comunidades indígenas consideradas simpatizantes de la guerrilla, habían resultado en gravísimas violaciones de derechos humanos. Y la Corte Interamericana concluyó que la aplicación de la pena de muerte era incompatible con las obligaciones contraídas por Guatemala en la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Todo, en el gobierno de Ríos. Dicha Corte, el 2004, declaró responsable al Estado guatemalteco, por la matanza de 268 personas en 1982.

Desde el fin de su mandato, el dictador se amparó en la impunidad consagrada por sus sucesores, siendo inclusive increíblemente presidente del Congreso desde 1994, en diferentes periodos y habiendo sido candidato a presidente de la República en tres ocasiones, antes de que la Constitución prohibiera acceder al cargo a quienes hayan presidido regímenes de facto. Y el 2007, con el voto de 250.000 a quienes no les importó su oscuro pasado, siguió en el Congreso.

Pero la inmunidad parlamentaria se le terminó el 2012 y fue llevado a los tribunales ese año por crímenes contra la humanidad. No testificó y un juez declaró no aplicable la Ley de Amnistía en la que pretendió cobijarse –de esas que en América Latina se expidieron para no castigar a los dictadores criminales y sus secuaces–, por tratarse del cargo de genocidio. Ya en 2005, un juez español dictó una orden internacional de captura contra él y otros acusados de graves delitos.

Muchos de los criminales de guerra nazis fueron enjuiciados, no obstante su avanzada edad, para que respondieran por sus atrocidades. Ríos, el pastor pentecostal de 86 años, que solía invocar al dios castigador del Antiguo Testamento, no debe ser una excepción.