Cuando voté por Rafael Correa Delgado en la segunda vuelta electoral a finales del año 2006, creí que reunía los requisitos para dar el golpe de timón que necesitaba el Ecuador. Lo que cuento hoy, no es nuevo; lo he dicho varias veces desde esta columna.

El posterior desencanto fue muy grande, cuando se aniquiló lo que quedaba de institucionalidad democrática y se arremetió contra la prensa independiente, al tiempo que defendieron a rajatabla a algunos de sus funcionarios, pese a las evidentes denuncias de corrupción y negligencia en el ejercicio de la función pública.

Como también lo he dicho desde esta columna, lo antes mencionado no me impide reconocer las acciones positivas de su gobierno en materia tributaria, laboral, en obra pública, en modernización de la función pública y, sobre todo, en el tan necesario recambio generacional que miles de jóvenes profesionales capaces, pedían a gritos desde hace tiempo.

Lo que ocurre es que cuando están en peligro derechos tan vitales como la libertad de expresión y la independencia de la justicia, por mencionar a dos de los más importantes, cualquier otra gestión positiva de gobierno se eclipsa. Así lo ve el mundo formado; así lo ven quienes tienen la objetividad y preparación suficiente como para no sucumbir ante los regalos, bonos y subsidios o la hipnotizante publicidad oficial que inunda los medios de comunicación del país y los sentidos de la mayoría de ecuatorianos.

Y estoy seguro de que cada vez que el presidente sale del país y conversa con sus homólogos y en general con altos funcionarios de otros gobiernos, entiende que desde afuera se ve un Ecuador con serios problemas democráticos, generados desde la cabeza del Estado. No es nuevo, no es una visión aislada. Él lo sabe y lo entiende.

De allí la necesidad de hacer una revisión seria del camino recorrido en estos más de seis años de gobierno; de hacer un balance de lo positivo y negativo de la revolución ciudadana desde adentro. Desde la visión de aquel que llegó al poder de la noche a la mañana y se ha convertido en un fenómeno político inédito en la historia nacional.

No sé qué tanto pudo influir el diálogo con el papa Francisco en este aparente cambio de actitud del presidente Correa, que se evidencia en ciertos cambios dentro de su gabinete y en ese llamado a la unidad que realizó a su llegada al Ecuador, luego del viaje por Europa; en la decisión de concretar acuerdos comerciales con la Unión Europea. Lo cierto es que existen señales de que este nuevo periodo de gobierno puede ser diferente para la agónica democracia ecuatoriana.

Tolerancia, respeto a la dignidad ajena (especialmente de los críticos de su accionar político) y conciencia de que los funcionarios de su gobierno son seres humanos (y, por lo tanto, capaces de sucumbir ante las tentaciones de la corrupción y el abuso del poder) son tres factores que pueden convertir a Rafael Correa en el líder que el Ecuador necesita para dar ese gran salto, que ni todo el dinero del mundo puede costear. Ese salto para cambiar la imagen del Ecuador en el extranjero y de su gobierno puertas adentro. El tiempo dirá si nos estamos equivocando de nuevo.