Apenas amanece y empieza el movimiento de personas de todas las edades en busca de una caminata en el ingreso de Aguirre (junto al puente El Velero) en la Plaza de la Salud, donde se mezclan naturaleza y calma.

Estos factores son los que atraen hacia el Malecón del Salado a Alfredo Robles y Julia Ruiz, una pareja de jubilados que vive a pocas cuadras, en la cdla. La Fuente, quienes han observado durante 50 años la transformación de ese sitio.

“Al comienzo era bonito porque se podían pescar corvinas, era un balneario y aquí aprendí a nadar, después se volvió un muladar. Esto es una obra muy buena”, asegura Robles, en comparación al descuido en que se mantuvo por décadas. Mientras que su esposa sostiene que la mayoría de los enamoramientos de esa época surgían en torno al Salado.

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La rememoración de Ruiz no dista mucho de la realidad actual, ya que decenas de jóvenes parecen hallar en la vivificante brisa que se desliza bajo los mangles la atmósfera ideal para retozar e intercambiar mimos, en una banca o de pie, agotando entre susurros las últimas tretas de retórica amorosa.

Otros lo prefieren porque propicia el aislamiento para disfrutar de la lectura o de música con audífonos. Ese es el caso de Hannya Morán, de 18 años, quien escucha a su banda favorita mientras contempla en una escalinata la marea.

A esa hora se esparce el olor característico del lodo en las orillas del mangle, el que se intensifica con la contaminación, producto de desechos orgánicos y aguas servidas que desde hace décadas se arrojan perjudicando su ecosistema y que kilómetros más adelante desde el suburbio a la isla Trinitaria se radicaliza dramáticamente.

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Desde las 09:00 se instala Óscar Zuluaga, un hombre que ha dedicado por lo menos 50 de sus 65 años al alquiler de botes en el Estero, un negocio que empezó su padre. Hoy la flota de pequeñas embarcaciones está vacía, aunque él asegura que durante los fines de semana la gente se interesa más por navegar en ellos.

Más adelante se arriba al Paseo de los Escritores dedicado al Grupo Guayaquil (José de la Cuadra, Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert, Demetrio Aguilera Malta y Alfredo Pareja Diezcanseco), donde se reseñan sus biografías y obras.

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Al pasar una rampa se pueden observar desde las terrazas a universitarios, oficinistas y empeñosos deportistas que vienen y van presurosos por el puente peatonal que cruza al puente Cinco de Junio. Desde ahí se aprecia toda la extensión del Boulevard 9 de Octubre, el cerro Santa Ana y la mayoría de edificaciones del centro.

A un costado, como una extensión del anterior, se emplaza dentro del campus de la U. de Guayaquil el Malecón Universitario, frecuentado en su mayoría por sus alumnos. A las 11:00 de un martes se dicta una clase de enfermería al aire libre, aprovechando el área verde.

Un grupo de turistas argentinos resalta del resto de transeúntes por su fuerte tono de voz y léxico deslenguado, observan vitrales y esculturas.

A la hora de almuerzo, al contrario de lo que se pensaría, hay poco movimiento en la plaza de los mariscos, donde apenas se ocupan siete de las 52 mesas disponibles. Ahí acuden visitantes nacionales como Cristian Alcócer, quien por asuntos de trabajo llegó desde Quito y disfruta de un arroz marinero.

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Tal vez el tramo menos visitado del Malecón del Salado es el comprendido entre el puente de la 17 y el puente El Velero, inaugurado desde el 2005 y que permaneció durante varias semanas y hasta hace pocos días sin guardianía privada. En ese lapso se registraron varios robos de mobiliario, luminarias y a transeúntes, perjudicando la imagen del área regenerada.

Sin embargo, el pasado miércoles ya había uniformados que se distribuían a través del recorrido de la pasarela, dispuesta sobre el agua. Pese a esto, decenas de luminarias estaban apagadas, lo que oscurecía sectores de hasta 50 metros.

“Ahora ya está un poco mejor, después del abandono de la Policía como de los guardias, hay más seguridad y se ven familias caminando”, expresa Luis Llerena, que paseaba con su esposa y pequeña hija, a las 21:00.

La ruta es utilizada como atajo por vecinos del barrio, que llegan desde su trabajo o clases hasta sus domicilios. Todos coinciden que el principal problema es el deambular de recicladores en los alrededores.

Desde la pasarela se mira el interior de las coloridas viviendas, en las que algunas prendas colgadas de ventanas esperan el trabajo del viento. Las casas están hincadas con palafitos en la orilla del Estero. Abajo, en el roquerío deambulan gatos en busca de roedores aprovechando la marea baja de esa hora.

En unas bocacalles hay niños jugando en los parques junto a sus padres, mientras otras están desoladas con excepción de dos o tres sombras movedizas que no se alcanzan a distinguir.

Después de cruzar la Plaza de la Música, el camino desemboca en El Velero. Al ingresar otra vez al primer tramo del Malecón se arriba a la zona bohemia, en las terrazas, donde personas arriban para comer o beber una cerveza y admirar el espectáculo lumínico de la fuente Monumental, obra inaugurada en octubre pasado por el Municipio para atraer el turismo.