Cuando les digo a mis dialogantes que mi discurso favorito viene en el cauce de la poesía, veo rostros escépticos. Es que los lectores viajamos en torrentes de narrativa, tanto, que parecería que el lenguaje del verso hubiera desaparecido, a no ser por una que otra noticia que menciona premios y publicaciones. La poesía es problemática porque exige la comprensión de varias ideas. La primera, que no late solamente dentro de la palabra, que es una expresión de la vida misma, pero cuya identificación requiere de una cierta educación, de un gradual refinamiento de la percepción.

Todo esto viene a costa de un encuentro. Encuentro a través de un libro que es como decir, tropezón cálido, elocuente, de afinidades y sensibilidades próximas. Me di de bruces con un texto del colombiano William Ospina y él me llevó de la mano al pasado, a refrescar cuánto podría pensarse a la vera de los poemas de su paisano José Asunción Silva. Y afloró, insistente, el aroma de esa lírica transformadora, esa que puede verse como “el instrumento que alzó para oponerse a su destino, para responder valerosamente a los golpes de la adversidad”.

Y como yo me hago imágenes mentales de casi todo, me fui a la Bogotá de los setenta del siglo XIX –ciudad conventual y triste– donde el caballero solitario que se miraba en los espejos al pasar, que buscaba un aire fresco, una claraboya de luz en medio de las sombras, enconaba su silencio y reconcentraba sus sentimientos. Todo eso saldría en su poesía en medio de su extraña capacidad de crear escenarios para el hecho poético.

Con José Asunción se cumple el cliché de que hay que sufrir para engendrar belleza. Su vida estuvo zarandeada por empellones de la mala fortuna que fueron desde la quiebra económica a la muerte de su hermana; pasó por un naufragio donde perdió buena parte de su obra y se aisló por carecer de iguales. Y engendró sus Nocturnos, esas piezas de auténtica música de las palabras, esas que inauguraron ritmos y repeticiones inusuales para convencer a los receptores de las potencias de la lengua española. Basta decir en voz alta: “Una noche/ una noche toda llena de perfumes, de murmullos/ y de música de alas” para ingresar en la atmósfera de fantasmagoría donde el amor va ligado con presentimientos de muerte.

Y como decía Édgar Allan Poe, cuya huella se siente en Silva, qué hay más poético que la muerte de la mujer amada. Afirmación absolutista propia de un mundo de hombres, acostumbrado a universalizar en género masculino, pero que hoy leemos sin dejarnos engañar. La muerte del ser amado nos arrincona a la constatación de la finitud, precisamente porque el amor cuando prende, quiere ser eterno.

A mí me gusta recordar también que no todo fue “negro” en la poesía de este querido poeta. Que tuvo una veta sardónica y burlesca con la que atacó y satirizó a la sociedad biempensante que se asentaba en la lucha por el dinero o por el poder. Sus “Gotas amargas” apuntan hacia la hipocresía social, el amor falso y hasta contra los imitadores de Rubén Darío. Su “Sinfonía color fresa con leche” es un despliegue de habilidad versal y de desprecio al servilismo poético.

Cuando se pegó un tiro en la blanca pechera de su traje de gala, a los 33 años, Silva confirmó que no era para este mundo.