Jorge Martillo Monserrate
.- Recuerdo que ese lunes, después del aguacero las calles parecían espejos. Caminaba por la ciudad y vi mi reflejo temblando en esos charcos. Ese día como siempre después de la lluvia, salieron de sus guaridas los personajes callejeros. Entre ellos, un puñado de ancianas que pueblan las aceras céntricas de Guayaquil.

Viendo esos rostros ajados y cuerpos doblados por el tiempo, siempre me he preguntado, ¿cómo habrán sido de jóvenes, qué historias amorosas habrán vivido? Y es que las historias de amor tienen todos los componentes para ser trágicas, cómicas y dramáticas.

Hoy desgrano recuerdos, intentando escribir la historia de una de esas ancianas que ha desaparecido, que seguramente ha muerto me han dicho los viejos amigos de la esquina de Boca Nueve. He aquí mi vano intento de recobrarla, de contar tardíamente su historia.

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A la que yo siempre llamé Penélope, por las noches dormía sobre las bancas de la calle 9 de Octubre. Entre el paso fugaz de los carros y los canillitas que desde antes de la medianoche ofrecen los periódicos del siguiente día.

La vi un millar de veces, siempre con el mismo y raído vestido rosa. Siempre abrigada aunque hiciera calor. Siempre con un bolso repleto de chucherías.

Siempre sentada bajo los almendros de los parques Seminario o Centenario. Siempre esperando no sé a quién o qué en los portales de la calle Boyacá. Siempre mirando el fluir del día desde los taburetes de tiendas y boticas del sector céntrico. Siempre ofreciéndole su frente ajada, adornada por una cabellera plateada por las canas, al río Guayas desde las bancas del malecón Simón Bolívar.

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Desde años atrás, observándola imaginaba su historia. La llamé Penélope como la esposa que aguarda el regreso de Odiseo en La Odisea de Homero. Esa Penélope de ficción que teje y desteje para que su amorosa espera transcurra hasta el infinito de la fidelidad.

Siempre creí que la anciana era una Penélope contemporánea que aguardaba a su amado en todos los posibles lugares de Guayaquil. La idea se fortaleció escuchando Penélope de Joan Manuel Serrat.

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En esa canción, una Penélope envejecida espera a su amante en los andenes urbanos y cuando este regresa obviamente envejecido, ella lo mira y lo desconoce diciéndole con inocente maldad: "Tú no eres a quien yo espero".

Siempre por el día, veía a la anciana garabateando cuadernos escolares. Imaginaba que escribía cartas de amor que no podía remitir a puerto alguno porque su Odiseo navegaba por mares extraños.

Cuando la encontraba en el parque Seminario, suponía que ella deseaba que su amante apareciera, un día cualquiera y la encontrara rodeada de iguanas. O que descendiera, con su equipaje a cuesta, a uno de los antiguos muelles del Malecón.

O que bajase del taxi que lo traería desde la terminal a su cuerpo de pajarita ajada. O simplemente tropezar con él en unos de esos oscuros portales de Guayaquil.

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Hasta que una tarde, la encontré como una virgen dormida en la banca del paradero de la Metrovía de la calle Boyacá y Junín. Vi sus pies cansados de caminar fuera de los zapatos. Su vestido rosa desteñido, el abrigo y su bolso repleto de papeles y chucherías. Dormía, sus manos sostenían un cuaderno escolar y un esferográfico de tinta roja como la sangre de los amantes.

Me acerqué a mi Penélope, sigiloso como un gato y escuché sus leves ronquidos de paloma dormida en el vuelo de los años. Observé su rostro arrugado, mustio como esas flores que se marchitan en el cementerio.

Aprecié su cabello blanco adornado con un lazo amarillo. Despacio, sin despertarla tomé las hojas del cuaderno y no descubrí las cartas amorosas para su amado ausente, sino su firma de rasgos caóticos, su rúbrica repetida una y mil veces hasta la locura, así hasta la última hoja de ese cuaderno. Me alejé de ella. Esa tarde yo fui Odiseo retornando a Ítaca y encontrando a mi Penélope enloquecida de soledad.