Por increíble que parezca, para comprender hoy la realidad social se va haciendo obligatorio acudir a las novelas, ya que la libertad crítica que caracteriza a los escritores transmite más autoridad y ofrece más momentos de verdad que, por ejemplo, los informes y los discursos que los políticos realizan sobre lo que está sucediendo. Esto se constata con la lectura de Decencia (Barcelona, Anagrama, 2011), del autor mexicano Álvaro Enrigue, que, en el centenario de la Revolución mexicana, vuelve a examinar el sentido y la trascendencia de esos acontecimientos que marcaron a los mexicanos y al mundo.

La narración muestra las vicisitudes por las que ha pasado Longinos Brumell, un patriarca revolucionario que, de padecer la violencia en su niñez en el campo empobrecido, se convierte en uno de los hombres más fuertes y poderosos de Guadalajara, gracias a las prácticas ilegítimas que se van aceptando e institucionalizando. El romanticismo de los ideales revolucionarios se hace trizas en el relato de Enrigue. Ya en su ancianidad, en los años de 1970, el azar junta a Brumell en una aventura hilarante con una agrupación insurgente conformada únicamente por tres personas: los gemelos Ladon y Álistor Justicia y doña Juana, su señora madre.

Las artes y la literatura contribuyen a la formación de cosmovisiones democráticas y cuestionadoras sobre el mundo de la vida. En esta gran novela, la Revolución es tomada como una transacción mercantil que puede encumbrar al más oportunista: “desde que se vio que la Revolución iba a triunfar todos le caímos al botín con distintos grados de arrojo. El millón de muertos de la guerra ni trajo la justicia de todos tan temida ni salvó a la patria de lo único que hay que salvarla, que es de los mexicanos, pero canceló por unos años la noción de abolengo y eso fue suficiente para que creciéramos robustos, felices en la botana de la inmoralidad”.

¿Cómo desconocer los nexos que la ficción establece con la realidad y con la historia cuando se lee un párrafo como este?: “Nuestros rebeldes eran más bien grupos de bandidos que se aprovecharon de la situación para ir matando de a poco y sin concierto a la autoridad de por sí escasa que teníamos en el pueblo. Entre un asalto y otro les daba hambre, así que se cargaban a las vacas y se las comían; si alguien trataba de impedirlo, lo llenaban de plomo sin concederle la dignidad del fusilamiento”. Este episodio nos conecta con Los de abajo, de Mariano Azuela, que en 1916 ya noveliza el horror en el que puede convertirse el anhelado cambio revolucionario.

Decencia insiste en que las verdades históricas sean reexaminadas y actualizadas también a la luz de la literatura, la escuela más importante de democracia que conocemos hasta ahora. Al final, para tratar de llevar una vida decente, el cuarteto de revolucionarios frustrados –uno histórico y antiguo; otros de fe reciente y endeble– debe juntarse con los capos del narcotráfico en México y en los Estados Unidos, que, para variar, pertenecen a la policía. Decencia prueba que la revolución social no se iniciará mientras no haya una revolución de la persona, pero que aún desconocemos qué es –y cómo se hace– esta última.