BARCELONA, España

Ya no lo leeremos, espero que por poco tiempo, en estas páginas editoriales. Se retira para dedicarse a su propia defensa frente a la demanda del presidente Correa. Me refiero a Emilio Palacio.

No soy amigo suyo. Solo he conversado una vez con él cuando me invitó a colaborar en esta columna. Hablamos de arte y literatura. Seguro que habrá discrepado con alguna opinión mía como yo con alguna suya, pero siempre desde el respeto a la expresión del otro. Si algo debo agradecerle públicamente es esa libertad que siempre me planteó para poder abordar lo que considero uno de los mayores espacios de libertad y que suele escasear en la prensa ecuatoriana: la literatura.

Este Gobierno ha logrado deshacerse de periodistas que, con estilos diferentes, asumieron un papel crítico. Desde el primer incidente ocurrido en 2008 con el presidente Rafael Correa, cuando expulsó a Palacio de una rueda de prensa, y otro periodista, Carlos Jijón, decidió marcharse en solidaridad con su colega, lo que ha ocurrido en Ecuador es una serie de amedrentamientos en las que el supuesto ofendido en su honor, el presidente Correa, ha contado con todos los recursos que el poder le permite emplear, incluida la intimidación de su jerarquía. Pero Correa no es intocable. Lo toca cada uno de los casos de periodistas acosados, además del aludido: Carlos Vera, Jorge Ortiz, Juan Carlos Calderón y Christian Zurita y, sin olvidarlo, casi toda la plana de El Telégrafo que fue removida por el Gobierno para ni siquiera contar con la autocrítica que caracteriza a la mejor izquierda. ¿Cómo es posible que en Ecuador se haya permitido ese acoso y derribo de tantos periodistas?

¿Qué papel cumplen los escritores que no se escudan en el hecho de que una acción suya o una palabra empleada en defender la libertad general puede contaminar su obra literaria? En realidad esto no es un argumento sino un pretexto: hacer una declaración, escribir un artículo o actuar con un ejemplo no significa que el escritor se convierta en ese temido espanto del escritor político. La omisión es cómoda y vergonzosa. Por lo tanto no hay tal integridad y, en consecuencia, es evidente que no hubo tal talento por proteger.

He insistido siempre en que la obra literaria no debe ser utilizada por el escritor para fines políticos o para avalar discursos representativos o nacionalistas. Esto no excluye –nunca lo ha hecho– la dimensión ética del escritor frente a la sociedad a la que está vinculado. Un escritor que sabe que en su obra deja paso tanto a lo racional como a lo irracional, que no juzga a sus personajes ni los predispone a ser de cartón piedra, sabe también que no puede tolerar las visiones únicas y excluyentes de la sociedad en la que vive. No es fácil, por supuesto, asumir el riesgo que esto significa. Pero incluso errática e incompleta, la tarea crítica cumple su papel y es mejor que el silencio o la incondicionalidad. Puestos a elegir, ya lo escribió Faulkner para el final de su novela Las palmeras salvajes: entre la pena y la nada, elijo la pena.