En un pueblito asentado en oro, pobre de dinero y rico en muchas bondades, en el siglo pasado ejerció la docencia un profesor muy, pero muy especial; él ayudó a formar gentes de bien que hoy viven a lo largo y ancho del Ecuador. Me he preguntado con frecuencia: ¿por qué recuerdan a este profesor sus alumnos, qué hizo de especial, en qué universidad se graduó, cuáles fueron sus maestrías o diplomas? Se conoce que no estudió más allá de sexto grado; que tuvo excelentes maestros en su escuela del pueblo; que gustaba leer, aún por las noches a la luz de un mechero de cebo, porque la electricidad, en ese tiempo, aún no era de todos, al igual que en nuestros días.

La comunidad salesiana, nacida para educar modeló a este joven maestro, quien de tanto leer y tanto observar a sus preceptores se convirtió en el profesor estrella de aquel pueblito polvoriento, clavado en los umbrales del ingreso al Oriente; estrella no porque gustaba brillar sino porque convirtió a sus alumnos en estrellas, en seres con luz propia, personas con ideales, amantes de la vida y de la naturaleza, sinceros, honestos, alegres, solidarios, respetuosos de sus padres y de sus mayores.

Este profesor, en verdad, sí tenía una maestría que no se otorga en las universidades ecuatorianas: era magíster en el afecto sincero y limpio a sus alumnos; se preocupaba de todos, los conocía individualmente con sus nombres y apellidos. Tenía además un diploma en creatividad otorgado por la universidad del ingenio, la necesidad y el buen sentido; esos alumnos aprendieron que las plantas tienen raíces, tallos, hojas, flores y frutos no con láminas, peor con un powerpoint. Este maestro intuyó muy temprano que presentar la realidad, tal cual es, cuando es factible, es el mejor camino para una comprensión rápida y verdadera; una planta de maíz, un conejo, piedritas del río, canutos de carrizo, zanahorias, fréjoles, duraznos o manzanas, estuvieron siempre frente a los ojos de sus pupilos listos para ser tocados, apercibidos y hasta comidos, formaban parte de su arsenal didáctico; el bolsillo de su raída leva siempre estaba lleno con chupetes, chocolatines o caramelos para premiar las genialidades de sus incipientes científicos.

Aquellos infantes crecieron en un ambiente de amistad, trabajo, alegría y temor de Dios. Los salesianos de Don Bosco, cuyas reliquias se encuentran en Ecuador desde el 8 de abril y estarán en Guayaquil del 24 al 28 de este mes, eran quienes dirigían la escuelita Alberto Castagnoli donde enseñaba este profesor de primer grado; él era quien abría el camino hacia el saber, hacia los buenos modales, hacia el respeto a los mayores, hacia el orden y la puntualidad, la higiene y el aseo, la veneración a los símbolos patrios y hacia el cultivo de todo un legajo de valores que habían nacido sanos en la intimidad de cada hogar y que la escuela se encargaba de robustecerlos y hacerlos crecer.

El pueblito polvoriento era Sígsig, cantón azuayo; el maestro Don Ignacio Belisario Arcentales Pesántez; sus ex alumnos no lo olvidamos.