Desde el viernes, el teléfono no deja de sonar y mi correo electrónico está saturado. Son tantas las muestras de solidaridad –que siguen llegando– que no sé cómo expresarles mi reconocimiento; así que opté por no responder más llamadas ni mensajes y agradecerles a todos por este medio.

Les ofrezco mis disculpas, en todo caso, por no mencionar a cada uno por su nombre, pero la lista sería demasiado larga.

Tres años de cárcel es mucho cuando uno sobrepasó ya los 57. Tres millones de dólares es demasiado cuando uno es el único sustento de una familia con una casa hipotecada y un par de deudas por cubrir. Mi esposa y mi hijo mayor entienden la gravedad del momento y el peligro que corremos, pero me apoyan. El más chiquito solo sabe que yo aparezco mucho por televisión estos días y se alegra. Verlos con el ánimo en alto a los tres cada noche, cuando regreso con ellos, es lo que más fortalezas me da.

El resto de mi familia también está conmigo, me lo han dicho y me lo han hecho sentir.

La reacción de mis colegas periodistas ha sido extraordinaria. Algunos, los que trabajan directamente conmigo, son mi vara y mi cayado en esta hora difícil. Otros no comparten necesariamente mis criterios sobre esta profesión y me lo han dicho francamente. Opinan que el hombre de prensa no debería ser un protagonista político sino un observador imparcial, mientras que yo creo que todo hombre es un animal político. Y aun así, a pesar de esta discrepancia, han demostrado su valentía, poniendo su nombre al lado del mío.

Me siento forzado a mencionar a un puñado de dirigentes políticos a los que he criticado desde mis columnas varias veces y, en algunos casos, con extrema dureza: León y Martha Roldós, Jaime Nebot, César Montúfar, Carlos Vera. Ninguno me ha venido a repetir ese lugar común de que “es hora de olvidar diferencias”. No señor, es bueno, es sano, es legítimo que las discrepancias subsistan, pero eso no nos impide reconocer, a ellos y a mí, que hay una tarea urgente en la que todos coincidimos: detener al dictador Correa Delgado, que pisotea todos los días los derechos más elementales de millones de ecuatorianos de distinta condición social.

Debo constatar, con mucha pena, que la solidaridad de los movimientos sociales, de los sindicatos, del movimiento indígena y de la izquierda decepcionada del correísmo (incluyendo amigos muy cercanos) ha sido pobre, extremadamente pobre. Los comprendo. Tienen miedo de “hacerle el juego a la derecha”. Es el cuento con que Correa Delgado los ha desmovilizado para que le hagan el “juego” a él. Habrá que tener paciencia. Con el tiempo comprenderán que a una dictadura no se la derrota si solo luchan los “puros”, como ellos se consideran. Hace falta la más amplia unidad de acción.

Una palabra final para el ciudadano de a pie, para el hombre y la mujer que se ganan la vida sudando por un salario. En estos tres años de correísmo me volví a convencer de que las élites económicas y políticas son siempre las últimas en reaccionar contra una dictadura. Los grandes empresarios le temen a la pelea. La indignación, el arrojo y la decisión provienen primero de las clases medias y bajas, a quienes siempre me he dirigido con prioridad. De ellos dependerá el futuro de la democracia y mi suerte personal.