Hace poco, repasando mi historia personal, recordé mi formación militar durante mis estudios en la Universidad de Guayaquil.

Para las generaciones posteriores a la mía, 1955-1961, probablemente sea desconocido el servicio militar obligatorio que, por sorteo, nos correspondía realizar.

Después de la guerra con Perú en 1941 y la pérdida de territorios confirmada en el Protocolo de Río de Janeiro en 1942, nuestra patria herida adoptó una política cívica de concienciación ciudadana y de preparación para evitar que eso vuelva a ocurrir.

Por eso, durante la fase de nuestros estudios secundarios, 1949-1955, en los tres últimos años fuimos semanalmente a cuarteles a recibir clases de lo que se llamó Instrucción Premilitar, los miércoles por la tarde o los sábados por la mañana.

Aprendimos conceptos básicos de la organización y lucha armada, los movimientos individuales y grupales en el terreno y a conocer ciertas armas.

Ya en la universidad, al concluir el segundo año de estudios, por sorteo, podíamos ser acreedores a lo que algunos llamábamos la “Beca del Ministerio de Defensa”.

Los favorecido, me parece que no más de 120 por leva, al iniciar febrero, debíamos concentrarnos en uno de los cuarteles de Guayaquil para viajar a Quito, por ferrocarril, o presentarnos directamente en la capital, para ser distribuidos a las unidades del Ejército que tenían escuelas de formación para ascensos de oficiales de Artillería, Caballería, Infantería o Ingeniería.

Yo estuve inicialmente en el Grupo Escuela de Caballería Yaguachi y después en el Grupo Escuela de Artillería Mariscal Sucre, con estudiantes de Ingeniería, Jurisprudencia, Odontología, Medicina y Veterinaria.

El tiempo de estudios técnicamente programados era de seis meses, divididos para los costeños en períodos de febrero a abril, durante dos años consecutivos.

En el sexto y último mes salíamos de Quito a otras unidades o destacamentos, generalmente en la frontera sur, donde debíamos actuar como oficiales, con mando sobre la tropa; no obstante, seguíamos siendo “aspirantes”, hasta graduarnos como subtenientes de Reserva.

Vivimos una situación extraña, no planificada por nosotros; pero sin duda fue una opción para aprender y superarnos.

Los estudios tanto teóricos como prácticos, fueron interesantes y beneficiosos, tuvimos como profesores algunos excelentes maestros, jóvenes oficiales, entonces tenientes de Artillería, luego generales como Richelieu Levoyer y Jorge Félix, que llegaron a ser importantes ministros de Estado.

Lo más valioso que aprendí, de esos meses de vida en cuarteles, al enfundarme el uniforme, fue conocer desde dentro el espíritu y la vida militar, entender mejor las vicisitudes en la formación y consolidación de las familias, por los cambios de domicilio y la estrechez económica y, sobre todo, la vocación de servicio y la predisposición al  sacrificio por la patria.

Creo que para los militares también fue bueno conocer a universitarios, con sus inquietudes y afanes profesionales y cívicos, por lo que me llamó la atención que se suspendiera el programa. ¿Tal vez por las dictaduras que sobrevinieron?

¿Deberían formularse programas similares para procurar una mejor integración nacional o mi propuesta es por mera nostalgia, al haber cumplido 50 años de graduado?

¿Sería tan amable en darme su opinión?