El cabaré más exclusivo de Quito, donde según la Fiscalía operaba una red de explotación sexual, rearma su imperio.

Basta con entrar en él –el Doll House– para descubrirlo. Cada vez que llega un cliente, 25 prostitutas –la mayoría colombianas– vestidas con minifaldas y pronunciados escotes se acercan para recibirlo.

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Entre ellas, Viviana (nombre protegido), una esbelta y delgada medellinense. “Aunque la Policía nos desbarató, seguimos en pie... La pachanga continúa, papi”, festeja siguiendo el ritmo del reggaetón. Es la noche del miércoles.

La denuncias estaban vigentes hasta el lunes, cuando la Fiscalía emitió un dictamen absolutorio para los 8 procesados.

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La razón: las colombianas que fueron rescatadas el 10 de diciembre por la Unidad Antitrata de la Policía se retractaron de sus testimonios inculpatorios.

“Ellas presentan cuadros de ansiedad que no les permitían reflexionar sobre su estado de explotación (...) Su vulnerabilidad y temor hicieron que cambien de versión”, se explica en el dictamen. Esto desmoronó la acusación de la Fiscalía, que en la investigación encontró suficientes elementos para ello.

El sistema de explotación denunciado por la Fiscalía y la Policía sigue vigente en el prostíbulo. Las meretrices tienen que consumir el licor de sus clientes para mejorar la venta, les cobran multas, deben acostarse con cualquier hombre, no les permiten trabajar en otros lugares y tampoco salir en sus horas libres.

Viviana, tras bailar 20 minutos y desnudarse para el público, toma unas pastillas e inhala cocaína. Su amiga Karen (nombre cambiado) prefiere la marihuana, y para contrarrestar la alucinación pide a sus clientes un Mick Jagger, un coctel que lleva whisky y energizante. La mezcla enciende los ojos azules cosméticos  de la exuberante caleña. Las prostitutas cuentan que desde que la Policía realizó el operativo hay restricciones con respecto a las drogas dentro del local. Antes, el consumo era indiscriminado. Karen incluso vendía a sus clientes ‘punto rojo’, un tipo de marihuana producida en los valles colombianos. “Un medio kilo, ¿sabés en cuánto me lo venden? En $ 10, mijito. Me lo traen desde Esmeraldas. Y por eso, por una media funda, me daban hasta $ 50”.

Hoy, en cambio, solo les permiten ingresar la dosis para el consumo personal.

La vigilancia roza con el acoso en el Doll House. Los meseros, guardias y dos guardaespaldas vestidos de blanco siguen los pasos de chicas y clientes.
Ellas también son celadas en los lugares donde descansan durante las mañanas. Unas aún lo hacen en una casa de Cumbayá. Otras, en el mismo establecimiento. Ya no lo hacen en el inmueble de La Floresta. Este fue cambiado por un hostal  cercano a la parada de La Concepción del trolebús.
Si faltan al trabajo, deben pagar $ 100 de multa. Aparte, no se arriesgan a salir, pues Migración las podría detener. “Vos no pagarías $ 1.000 para que me suelten. Aquí sí”, dice Karen.

Ella y Viviana no se sienten sometidas. Ganan $ 600 al mes por bailar una vez al día. Si un cliente las escoge para acostarse con ellas, reciben $ 40 más propinas. En esto se hacen unos $ 600 semanales. No piensan salir del Doll House. “Para qué me voy a ir, si aquí se pasa rico. ¡Es tan bacano!”.

Rompieron clausura
El Doll House fue clausurado hace dos semanas por no contar con permiso municipal. Sin embargo, este Diario constató que el local atiende con normalidad. Mientras, los ocho implicados en el caso fueron excarcelados a inicios de enero. Polo Ayala, quien según las investigaciones de la Fiscalía es el dueño de Doll House, nunca fue atrapado. Ya no hay orden de prisión en su contra.