Oswaldo Jarrín

Ecuador todavía no cobra conciencia de la gravedad del impacto político de la ingobernabilidad y la falta de institucionalidad que ha sufrido en la última década, debido a la pertinaz influencia de factores que prácticamente han sobrepasado su capacidad de asimilación y procesamiento de los conflictos internos e institucionales. Por esta razón, no logra salir de un ciclo de revitalización de crisis políticas internas ni del virtual aislamiento en el que vive en cuanto a la seguridad dentro del sistema internacional.

Esta problemática refleja una interpenetración de lo político con lo militar y lo institucional, mucho más allá de la simplista dicotomía civil-militar en la que se requiere enclaustrar temas de amplia responsabilidad social, y coloca a las élites que toman decisiones frente al reto de superar el conflicto y cortar la perniciosa revitalización de las crisis mediante la reinstitucionalización del Estado y de sus dependencias, de las que depende la efectividad de la conducción política.

El escenario de la seguridad ha sufrido grandes variaciones, debido al carácter cada vez más difuso en las fronteras que existen entre lo interno y lo externo en la vida de los estados, como efecto de la internacionalización.
Hoy las consecuencias de un conflicto interno no pueden circunscribirse a un solo territorio o área geográfica convencionalmente delimitada.

Los refugiados, los desplazados, las actividades sociales y los intercambios de servicios y comercio, entre los cuales fluyen con agilidad las prácticas ilegales –más intensas en las zonas fronterizas– se convierten en vectores de una problemática común. De allí surge la interdependencia inherente a la globalización, y esto provoca vulnerabilidades en los estados que son utilizados como santuarios o correctores de paso; estos estados en crisis se ven llevados a un “nuevo feudalismo”, en el que determinados ámbitos y espacios geográficos son dominados por diferentes redes ilegales y grupos armados.

Pero esta nueva problemática no solamente es el producto de la dinámica social y de la vecindad, sino también de la aparición de nuevos actores y organizaciones no estatales transnacionales que reducen, y aun eliminan, el monopolio del uso de la fuerza por parte de los estados. De esta manera dan a luz un conflicto asimétrico en el que la potencia relativa de combate entre los actores antagónicos queda anulada, se transforma la guerra y se quiebra el “paradigma clausewitziano”.

Pueblo, ejército y gobierno, la tradicional trilogía, han dejado de ser los elementos alrededores de los cuales gira el conflicto entre estados, que virtualmente está desapareciendo. La guerra pierde preponderancia como instrumento para la resolución de los conflictos, y en su lugar toma protagonismo el conflicto intraestatal, con su volatilidad y el consecuente riesgo de internacionalización.