No voy a hacer un examen técnico jurídico sino unas breves reflexiones sobre la obligación que tendremos las personas naturales de presentar anualmente una declaración patrimonial, es decir una declaración sobre “el conjunto de los bienes propios adquiridos por cualquier título”, que eso se llama patrimonio según el Diccionario de la Lengua Española, y no solamente la diferencia en valor de los activos y pasivos de un individuo como he oído decir a algunos contadores. Esta obligación consta en una Resolución del SRI dictada los días finales del último diciembre.

Toda vez que no se trata de un impuesto –aunque lo pueden crear después– la explicación que se ha dado es que esta declaración será una de las vías para combatir la corrupción al ser una singular ayuda para detectar el enriquecimiento ilícito, pues los ciudadanos tendrán que demostrar o justificar cualquier incremento patrimonial que no provenga ni guarde relación con sus ingresos conocidos, los cuales, además, deberá haberlos descrito en la relación anual de sus rentas.

Tengo la impresión –no quiero decir la certeza porque necesito analizar más el tema– que esa declaración que se impone al ciudadano viola el párrafo 20 del artículo 66 de la Constitución de la República (capítulo que el texto constitucional ahora denomina Derechos de Libertad, antes Derechos Civiles), que consagra “el derecho a la intimidad personal y familiar” y que implica el secreto o respeto a la vida íntima del ciudadano, quien tiene la prerrogativa de proteger y controlar la información que sobre sí mismo exista. Esa es la razón de ser de este derecho constitucional que establece, paralelamente, la obligación del Estado de no atentar contra el mismo y de hacerlo respetar de los particulares, extendiéndose el concepto de intimidad a la familia como núcleo de la sociedad.

Por supuesto que el derecho a la intimidad personal tiene una excepción fundada en el interés social y estatal de investigar a cualquier sospechoso o acusado de algún delito, pero de allí a obligar a una persona a declarar cuántas joyas y cuántas obras de arte tiene y cuál es su valor, hay mucha distancia, siempre en perjuicio de un derecho amparado por la Constitución y cuya protección puede ser judicialmente exigida. Además, ¿cuándo es “joya” una pulsera, un collar o un anillo? ¿según el orfebre, según su peso en oro u otro metal, según su tamaño, según su antigüedad, según su valor? E igualmente, ¿cuándo es “obra de arte” un dibujo, una pintura o una escultura fuera de aquellas cuya autoría pertenece a un artista de renombre nacional o universal? La disposición con-lleva un subjetivismo enorme y nadie podría ser sancionado por no hacer constar una u otra en su declaración.

Me temo que esta forzosa confesión patrimonial traerá mucha cola, que podría ser el inicio de la invasión a la privacidad de las personas con lo cual el Estado se convertiría en “el gran hermano”, y tengo temor de que los datos que el ciudadano tiene que consignar bajo severas sanciones si los omite, podrían  ser, asimismo, utilizados indebida o políticamente por quienes tendrán acceso a ellos, violando adicionalmente otra garantía constitucional, la del párrafo 19 del artículo 66 de la Constitución que ampara la información personal de los ecuatorianos, información que, por lo demás, podría ser muy útil a los delincuentes.