Estas últimas semanas me ha recorrido constantemente un pensamiento al leer las noticias, la idea de que seguimos atados al pasado, sea defendiendo lo que unos hicieron, sea cobrando cuentas a esas personas. Siento que ese es el gran drama del país, que nunca realmente mira al futuro, porque estamos demasiado dedicados a pelear entre nosotros sobre cosas que se hicieron y para lo cual exigimos castigos que pongan un precedente. En estos días conocimos la cuestión de la deuda eterna, como la llamó Alberto Acosta, precursor del tema en el país; semanas antes, se hizo parcialmente público el informe sobre penetración de organismos de inteligencia extranjeros en los nuestros. Esperamos pronto un informe sobre violaciones graves a los derechos humanos bajo los gobiernos democráticos, incluyendo el de Febres-Cordero.

No quiero para nada insinuar que esos trapos deben esconderse, creo al contrario que la mejor forma de  hacerlos desaparecer es que se ventilen a la luz pública, como forma de curar esas heridas. Tampoco pienso que no hay que enjuiciar si se tienen razones legales sólidas para hacerlo. Pero uno no puede quedarse en ello, afectar nombres de personas, afectar la credibilidad internacional del país y, sin embargo, no seguir los mecanismos legales que establecen la Constitución y la ley. Es como tirar lodo y esconder enseguida la mano. Me da la impresión muchas veces de que no hay una estrategia clara para muchas de estas acciones. Se lanzan los informes y luego no pasa mucho o lo que se hace responde a consecuencias no previstas inicialmente.

Pero tal vez el problema principal que tienen estas miradas condenatorias al pasado es que no se utilizan como un gran momento de introspección y reencuentro de ecuatorianos, como un gran momento pedagógico para el futuro. El pasado sirve siempre y solamente para discutir el presente y proyectarnos como sociedad en su conjunto. Pero aquello requiere   una mentalidad abierta al futuro y a la reconciliación.

El más grande hombre viviente hoy día es para mí Nelson Mandela, el ex   presidente sudafricano que logró sacar a su país de una de las más grandes perversiones humanas como fue el régimen del  apartheid,  el que segregaba, hasta en los más mínimos detalles de la vida cotidiana, en función del color de la piel de las personas. Al que osaba oponerse, la prisión en las mazmorras era lo más benigno que le podía pasar, como lo comprobó el mismo Mandela: 27 años en una cárcel por razones de conciencia. Su liderazgo, sin embargo, no fue cerrado por los barrotes; para cuando se descalabró el régimen racista fue elegido casi mayoritariamente el primer presidente negro en ese país africano.

Él tenía con seguridad todas las razones para odiar a los blancos y sus líderes políticos y darle la vuelta a la tortilla. Lo que hizo fue absolutamente maravilloso. Armó una comisión de la verdad y la reconciliación para que investigue todos los crímenes cometidos, incluyendo la de algunos militantes anti-apartheid  (su entonces esposa Winnie). Fue una visibilización  completa de los crímenes del  apartheid.  Muchos fueron a la cárcel, pero más que un juicio fue una enorme catarsis pedagógica para que los habitantes de África del Sur se miren en el espejo y hacia delante. Siempre recuerdo que cuando visité un pequeño poblado al norte de Johannesburgo, sus líderes locales hablaban el lenguaje del reencuentro y no del odio.

Pero claro, era Mandela.