El ‘desencanto del mundo’, según Max Weber, se da a través de todo el movimiento de un siglo. La eternidad parece ya no importar, y el hombre ha desechado su vínculo con Dios. Los retazos de Él es lo que busca la exposición Huellas de lo sagrado, hasta enero del 2009, en Múnich. Los signos ancestrales de una presencia más allá de nuestros conocimientos serán por siempre dos polos: luz y sombra. Es, sin embargo, la gama de grises creados entre ellas las que han mantenido ocupados a los seres humanos. La aventura espiritual del siglo XX que han venido experimentando los artistas europeos, generación tras generación, guerra tras guerra, istmo tras istmo comienza –como lo diría el curador independiente Jean de Loisy, quien junto con Angela Lampe se encargan de la muestra Traces du Sacré (Huellas de lo sagrado)– cuando las meditaciones del arte dejan de involucrar al mundo y se concentran en razonar y agrupar sus teorías sobre las formas de la representación. El fenómeno que caracteriza Huellas de lo sagrado, posible gracias al trabajo en conjunto del Centro Pompidou de París y Casa del Arte (Haus der Kunst) de Múnich, es el papel determinante de la crisis espiritual del Occidente que nace en el momento en que el nihilismo le robó el puesto a lo divino y tiene un punto culminante con la Segunda Guerra Mundial y el holocausto. La indomable distancia entre la Iglesia y las estructuras sociales cambia al mundo; curiosamente queda en el arte el espectro religioso humano, desde Caspar David Friedrich hasta Wassily Kandisnky y su teoría de “lo espiritual en el arte”, la búsqueda de un absoluto desde Kasimir Malewitsch a Barnett Newman, las verdades y las mentiras del arte según Bruce Nauman y su barata letanía en neón: “El verdadero artista es aquel que revela verdades místicas”. Las nuevas religiones sin dios se distinguen así en capítulos de la muestra que integran propuestas como máscaras, rituales, trances, éxtasis, puertas de la percepción, artificios sacros, la búsqueda del absoluto, sincretismo, ornamentos divinos. Una esfera más terrenal que sagrada es la que encierra ahora el carácter trascendental del arte. Esta religión sin dios, formulada por Bataille como la Soberanía apocalíptica del éxtasis, se aprecia en el video de Dan Graham, Rock my religión, una serie de momentos intensos en los que la gente baila desenfrenada frente a dioses mundanos como un renovado Dionisos llamado Jim Morrison (The Doors), los alucinógenos y el new age. La túnica de CristoCon el centauro como representante de las contradicciones entre el descontrol salvaje y el decoro, o los disfraces africanos, donde el primitivismo parece estar más unido al cosmos que la cada vez más sofisticada cultura occidental, Picasso advierte la necesidad de buscar más allá de la tradición iconográfica cristiana. Pero miremos la obra de Mauricio Cattelan, concebida casi un siglo después: aparece una mujer crucificada con la cara escondida, y usa un blusón cual paciente (¿de hospital? ¿de sanatorio?) empacada en una caja (como las que se usan para transportar obras de arte - objetos frágiles). La alusión inmediata a Jesucristo, su calvario, la identidad sexual puesta al revés, y su presencia como objeto listo para ser guardado en caso de que ya no se lo quiera ver nos revela algo más trágico que el Dios muerto, de Nietzsche, quien también está presente en un retrato hecho por Edvard Munch: el individuo actual no se siente abandonado por Dios, sino que ya no lo necesita, o por lo menos lo tiene ahí solo en caso de emergencia. Tobias Collier (37) dibuja con escarcha la mandala de un ciclo de protones sobre el suelo. Esta arena brillante, como si fuera el trabajo de un mago, nos recuerda nuevamente la ausencia de Dios y la adoración por la naturaleza a causa de profecías como las de Al Gore, que nos pide que cuidemos la capa de ozono, arriba en lo alto. Este cuidado por el medio ambiente y las nuevas fórmulas de bienestar para una sociedad cada vez más consumista son en la obra de Collier el nuevo ritual inútil. El material es igual de inútil, a pesar de que su elaboración se concentra en tratar de alcanzar la luz y todo lo que brilla. Mientras tanto, Joseph Beuys se encierra en su video tres días en una galería de Nueva York con un coyote (el animal sagrado de los indígenas de Norteamérica antes de la Colonia) para su video Amo a América y América me ama, tratando de reencontrarse con las raíces espirituales de esa tierra. Beuys se cubre con una capa gruesa como si fuera una túnica de chamán y nos cuenta nuevamente de rituales donde el dios nunca aparece. Collier, artista de las generaciones más jóvenes que conforma la muestra, opina que tratar de acercarse a estos problemas socio-religiosos a estas alturas se podría considerar como un cuento épico en los que los curadores, según él, brillan en el final. Esto ocurre quizás por la ecléctica selección de obras presentadas, donde la densidad de artistas celebrados y sus obras celebradas, en lugar de añadir calidad, sucede que disminuye el valor a causa de la asfixiante cantidad. El ocaso de los diosesHay tantas y tan buenas obras dentro de la selección hecha por Lampe y De Loisy que al parecer los museos de Europa no saben ya qué hacer con su abundancia. La masa negra de moscas muertas sobre el tríptico Forgive me, Father, for i have sinned (Perdóname, Padre, pues he pecado), de Damien Hirst, que recibe al visitante a la entrada de la sala, nos recuerda a una que otra mosquita perdida que componía discreta entre las flores de los bodegones flamencos. Hirst lo formula tan perfectamente que no nos deja darle más vueltas: el memento mori contemporáneo se presenta más prepotente y asfixiante. Un holocausto. Niklas Maak, del periódico alemán Frankfurter Allgemeine, con un tono severo pero burlón comentaba en su artículo que la exposición, más que profundizar en las inquietudes de los artistas, ilustra las pretensiones de quienes creen tener los derechos como “creadores”. Siguiendo a Maak, en cualquier obra entonces, y no solo en las expuestas se podrían encontrar “huellas de lo sagrado” y la muestra podría llamarse “Dios y el mundo” o algún otro título piadoso. Gracias a Dios entre los prominentes invitados como Marcel Duchamp, Giorgio De Chirico, Jackson Pollock y Patti Smith, donde los curadores solo dejan brillar sus nombres, está la discreta figura de Jean Michel Alberola, la luz y el verso de neón (una cita del poeta Friedrich Hölderlin), que consuela en su esquina anónima: “Todo lo que nos pertenece se concentra en lo espiritual: tuvimos que ser pobres para enriquecernos”.