El  Salvador, 10 de mayo de 1975. Un comando guerrillero del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) asesina al poeta revolucionario Roque Dalton, que pasó buena parte de su vida en el extranjero, huyendo de las dictaduras militares. Dalton era miembro del ERP pero sus compañeros lo acusaron de agente de la CIA, entre otras razones, porque era hijo de un  norteamericano. Varios años después, el ERP reconoció que las acusaciones contra Dalton habían sido falsas.

España, 22 de junio de 1937. En medio de una tormenta nocturna, una decena de individuos armados con fusiles ataca la cárcel de Alcalá de Henares y se lleva en un coche al revolucionario catalán Andreu Nin y algunos de sus camaradas. Nin no pertenecía al Partido Comunista (PC) sino a un grupo rival, el POUM (Partido Obrero Unificado Marxista), que mantenía el control de los sindicatos de Cataluña en medio de la guerra civil contra Francisco Franco. Para librarse de él, el PC lo acusó falsamente de agente secreto de los fascistas y lo hizo encarcelar. Pero su prestigio era tan grande que Nin seguramente habría sido liberado. Antes de que eso ocurriese, el PC organizó su secuestro. Nunca se encontró su cadáver.

Por alguna razón difícil de entender, un sector de la izquierda ha creído siempre en su carácter mesiánico. “Somos los buenos, los salvadores, los ‘buen dato’, así que nada de lo que hagamos podrá estar realmente mal. Quizás un error humano por aquí o por allá, pero nada que no se pueda corregir”. Ricardo Patiño declaró días atrás a una agencia de prensa extranjera que si el proyecto de nueva Constitución concentraba demasiado los poderes, eso no importaba, porque “somos nosotros los que estamos en el Gobierno”.

Los que piensan así no comprenden ni comprenderán nunca que el poder corrompe y que la única manera de evitarlo es con mecanismos de compensación; siendo parte, por ejemplo, de un partido democrático donde las decisiones no recaigan en un grupo pequeño de personas (el consabido “Buró Político”), o impidiendo también que todo el poder se concentre en una sola institución del Estado, como la Presidencia.

Cada vez que la izquierda despreció esos contrapesos, acabó solazándose en el más sangriento de los círculos del infierno y asesinando incluso a sus coidearios.

Rafael Correa no tiene un partido democrático detrás. Él toma todas las decisiones. Su Buró Político solo puede aconsejarlo, y si anda de mal genio, igual los insultará y gritará, como es su costumbre. De ese modo, el poder político del Estado paulatinamente ha ido recayendo completamente en sus manos.

Es el camino que siguió siempre la izquierda totalitaria. Si le permitimos avanzar, ya sabemos cómo acabará la historia.