Él cuida carros como otros en el centro de  Guayaquil, pero por su uniforme inmaculado es un personaje excéntrico elogiado por sus clientes y por quienes lo conocen entre las calles Primero de Mayo y Quisquís.

El marino de esta crónica no pasea por la cubierta de un barco en alta mar. Sino que vigilante camina de esquina a esquina. Todo uniformado de blanco.

Desde la gorra hasta los zapatos. Su camisa luce barras, honores, insignias y placas, una dice: Cristo te ama. Vigilancia profesional.

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Ocurre que el manabita Omar Reyna Zambrano es un marinero en tierra. Jamás maniobró barcos. Su trabajo es evitar que los piratas urbanos desmantelen los carros que están a su cargo en la avenida Quito entre las calles Primero de Mayo y Quisquís.

A ese hombre de inmaculada elegancia todos lo conocen como el  Capitán.  Vigila los vehículos desde sus gafas rojizas. Nunca portó arma, ni siquiera un tolete. Solo un silbato que hace sonar para espantar a los pillos. Es un cristiano de buen humor que desde hace 15 años vive de esa labor por la que cobra desde $ 0,50 a 1,50. 

Trabaja de 08:00 a 18:30, de lunes a viernes. Sus clientes son funcionarios del Palacio de Justicia, oficinistas y personas que realizan trámites en ese sector. “Mi papá es de Bahía, mi mamita de Rocafuerte, pero yo nací en Charapotó debajo de unos árboles de mango”, dice casi gritando. Cuenta que siempre quiso servir a la marina, pero su padre ni siquiera lo mandó a la escuela, solo trabajaba de agricultor.

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A los 15 años huyó, anduvo por La Maná, Quevedo, Santo Domingo, Esmeraldas. Trabajaba echando machete. A Guayaquil llegó hace unos 40 años. Primero tenía un puesto en el mercado del barrio Cristo del Consuelo. “Era buen comerciante porque la cabeza no la tengo solo para la gorra, yo uso la sabiduría”, expresa.

Cada fin de semana va al templo con su ofrenda y aunque algunos le dicen que lleva su plata al pastor “no me interesa, porque yo voy por Dios”, aclara.

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Vive con su segunda mujer en El Paraíso de la Flor del Bastión. De ahí sale hacia el centro todos los días a las 06:30. De blanco, inmaculado. “Mi uniforme es impecable porque todos los días me cambio –asevera orgulloso–. Me lo lava mi mujer. Los zapatos sí los limpio yo”.  Cuenta que tiene diez paradas –uniformes– y cinco pares de zapatos. Vestuario que le obsequian o adquiere en almacenes especializados.

Pero no siempre vistió así. Primero usaba pantalón negro, pero como siempre quiso ser marino, un día vistió de blanco y los dueños de los carros dijeron: ‘Ese es el uniforme que tienes que usar’. Desde entonces viste de blanco.

“No me pongo este uniforme para vender marihuana, robar, estafar o hacerle creer a la gente que soy tal y cual. Yo soy de Cristo. Yo no soy de aquí. Soy del cielo, más claro”, manifiesta emocionado y en voz alta como esos carros que pasan raudos y haciendo sonar las bocinas. Sus clientes lo llaman capitán para arriba y para abajo, por ser el más inmaculado de los cuidadores  de carros. Y las mujeres le lanzan piropos: “Una me dijo: ‘Señor usted cuida carro con esa elegancia’. Y yo le pregunté: ¿Señora usted vino a dejar su carro o a guapearme?”. Ríe. No faltan los que le reclaman por los precios y les dice: “No te estoy cobrando por el terreno que estás ocupando sino por la elegancia que me pongo”.

El Capitán en su territorio de la avenida Quito parquea hasta once carros que sus propietarios dejan en neutro y él va moviendo como piezas de un rompecabezas. Vehículos de todo tipo desde los que parecen carretilla hasta los más lujosos. “Yo tengo que pegarle un ojo a todos porque si no lo desmantelan”. Cuando eso ocurre, Omar Reyna dice que repone lo robado porque han confiado en él.

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Confiesa que la vigilancia se hace más difícil a partir de las 16:00, cuando empiezan a pasar los entierros rumbo al cementerio. “Los vivos que van acompañando a los muertos se van llevando los espejos, van rayando los carros, hay que estar viéndolos de los pies a la cabeza”, dice el Capitán de los carros de la Quito. Ese marinero anclado en tierra, en las olas de asfalto de nuestro Guayaquil.