Recuerdo de Alberto Muñoz Morán, boticario y jubilado guayaquileño.

En décadas después de la primera mitad del siglo pasado, cuando desde cualquier sector de nuestra ciudad  había que trasladar un cadáver para darle cristiana sepultura en el Cementerio General, el cortejo fúnebre formado por familiares, amigos y relacionados  del difunto, forzosamente tenían que seguir la calle Santa Elena (actual Lorenzo de Garaycoa)  para ingresar por la puerta 1 (en ese entonces) donde había  una frase en  latín que traducida al español significa  “Esta es la puerta de la nueva vida”.

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Recuerdo que en la Sociedad de Maestros Sastres  Luz y Progreso, ubicada en las calles Roca  entre Panamá y Rocafuerte, había un billar muy concurrido por  parroquianos que, entre bromas y risas, cuando un jugador estaba próximo a completar las fichas del cordel de alambre del juego y así ganarlo, le decían al seguro perdedor: ¡A este ya lo llevan por el Parque de la Madre!, haciendo alusión de la cercanía de este lugar con el camposanto.

Debido a los costos de los servicios funerarios y de las bóvedas, si no había  para sufragar los gastos de estas últimas, los  deudos optaban por enterrar a su  pariente en tierra –esto es  en el cerro–  donde un sepulturero  cavaba la fosa para la caja. Allí, como último testimonio quedaba un montículo para colocar una rama de suche, árbol característico del cerro, y el número asignado por la administración del cementerio de la Junta de Beneficencia.

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Era muy común que cumplido el entierro varios de los parientes o amigos del difunto cruzaban la calle Julián Coronel y se dirigían a unos rústicos chalés en frente del cementerio, donde vendían fritada, maduros, chifles, tortillas, muchines, chicha de jora, aguardiente  y cerveza helada para que dizque mitigar el cansancio y el esfuerzo de las largas caminatas efectuadas como parte de los 'cortejos fúnebres de a pie. Las cantinas y restaurantes tenían nombres muy peculiares como La última lágrima, Aquí se está mejor que en frente,  etcétera.