Al ponerse el sol, los bajos de El Telégrafo se convirtieron en el centro de los combates. Allí había un edificio en construcción. Los estudiantes lo hicieron su cuartel general. Pero llegaron refuerzos policiales que ingresaron disparando. Allí cayeron veinte adolescentes.

La Policía se deshizo de los cadáveres, pero una multitud de universitarios, trabajadores y desempleados, al extenderse la noticia, se lanzó a las calles. Algunos delincuentes protagonizaron los primeros saqueos.

Los más exaltados mataron a varios policías. La casa del Intendente fue saqueada. Desde el tercer piso un policía semidesnudo fue arrojado a la calle. Ya en el piso amarraron su cuerpo a la cola de un caballo y lo arrastraron.

En la noche, los tanques del Ejército ingresaron a la ciudad. Recorrieron las principales calles pero no dispararon un solo tiro. Al día siguiente una muchedumbre concurrió al sepelio de seis cadáveres que la Policía no había podido ocultar. Durante todo el día se marchó coreando canciones revolucionarias y gritos contra Ponce. De tanto en tanto circulaban vehículos militares que recibían el aplauso de la población.

Los estudiantes lanzaron piedras contra el Consulado norteamericano y alrededor de las seis de la tarde el populacho incendió la Oficina de Seguridad. Decenas de delincuentes huyeron. Entonces comenzó de nuevo el saqueo en los alrededores de la casa de empeños El Sol. El Gobierno impuso la ley marcial. En la noche, los tanques del Ejército comenzaron a disparar. Ametralladoras antiaéreas  arrojaban proyectiles diseñados para alcanzar los 2.500 metros, a cientos de personas que se hallaban a menos de una cuadra.

Un testigo de la época me lo contó así: “Existía un cuartel de bomberos en la avenida Olmedo, la Luzarraga, y me presenté allí como voluntario para ayudar a los heridos. No puedo saber cuántos eran pero estaban por todas partes, en Pichincha, Malecón, Aguirre, Luque, sobre todo Villamil. Calculo que habrán muerto esa noche dos mil personas. Los almacenes de armas Zunino estuvieron a punto de ser saqueados y solo lo evitamos gritándoles a los manifestantes que llegaban los militares, y eso los hizo huir. Llevábamos a los heridos al hospital León Becerra y al Vernaza, pero después ya no había dónde ponerlos porque inundaban los pasillos. Viví entonces una de las experiencias más terribles de mi vida, cuando frente a El Sol vimos una señora entre los escombros, con un limón en la mano extendida. Cuando la quise levantar, era solo el torso; las balas de ametralladoras antiaéreas le habían partido el cuerpo por la mitad”.

Nadie sabe hoy dónde están los cadáveres de la locura del 2 y 3 de junio de 1959. Alguien me dijo que los arrojaron a una fosa común cerca de la base de San Antonio, pero quizás sea solo un rumor. Tampoco se conoce a los autores materiales de la masacre. Nunca se inició una investigación. Ahora que Javier Ponce está en el Ministerio de Defensa, ¿se atreverá a develar lo que, medio siglo después, se oculta todavía?