Amo a esta tierra de insurrecciones reprimidas, el país de Kosciusko, de Mickievicz. “Duelen los trenes en la bruma” recuerda Milosz, uno de mis poetas preferidos cuando tenía dieciséis años.

En aquello pensaba mientras Karol Radziwonowicz, de abultada biografía, desgranaba el trillado pero siempre fresco minué de Paderewski. Después imágenes sueltas: un piano en Varsovia, el corazón de Chopin en la iglesia de la Santa Cruz, el cuarto donde murió, en París, Plaza Vendôme, justo frente al hotel Ritz.  Szymanowski, cuyo  Stabat Mater  escuché por primera vez en Avignon adquiere bajo los dedos de Radziwonowicz un toque muy mágico.

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La mazurca bañará en la misma atmósfera que las de Chopin con armonía totalmente diferente. Pero todos estuvimos ansiosos de escuchar al más romántico de los compositores para piano. La  Balada No. 4  conjuga el fervor dramático de su inicio con el repentino huracán que nos deja con el corazón en un hilo.

En 1849, Chopin visita  al enfermo Mickiewicz, improvisa en el piano. ¿Quién sabe lo que habrá tocado allí? “Mi país, eres como la salud. Valorarte solo lo puede hacer quien te haya perdido”.

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El verso rima con la pena que sentirá Chopin al enterarse de las insurrecciones cruelmente reprimidas en Varsovia. Nos hubiera gustado recordarlo a través del Estudio Revolucionario o de la sexta polonesa. Sin embargo, el concertista prefiere los matices a los desbordes. Sabemos que Chopin nunca tocaba con vehemencia.

El pianista polaco al que escuchamos en el Teatro Experimental es sobrio, pero juega con el prestísimo como si fuera juego de niño. Sus manos vuelan sobre el teclado con aparente facilidad. El sonido es pulcro, el uso del pedal mesurado. Interpretaría con la misma comodidad los cuatro scherzi, cualquier estudio o el más apacible de los nocturnos.

El Andante spianato  tiene el típico desarrollo de las obras dramáticas de Chopin. La gran polonesa es trágica, avasalladora como el segundo scherzo, pero se abre con la melodía acariciadora del andante que pasa de tonalidad mayor a menor sobre fondos de arpegios, luego se desata en un torbellino que da vértigo. Fue  el momento culminante de la velada.

Curiosamente Karol absolverá los aplausos con una pieza corta, insólita:  Para Elisa,  de Beethoven. Solo dos veces he oído a un pianista ofrecer como bis aquella obra. La primera fue con Darienski en la Casa de la Cultura después de recibir flores de manos de una niña muy tierna.

Es muy difícil interpretar con originalidad una obra considerada de fácil ejecución, conocida de todos. Como en gastronomía, el plato más sencillo tiene que resultar impecable, lo que no siempre ocurre. Tuvimos una velada excepcional, sin alharaca, con un intérprete de profesionalismo asombroso, sensibilidad controlada que sobrecogió.