Cho Seung-Hui, el autor de la masacre de la Universidad Politécnica de Virginia, creció en una familia surcoreana, "retraída pero cortés", que eligió Centreville, una localidad virginiana no lejos de Washington, "para buscar una vida mejor".
La familia Cho llegó a Estados Unidos en 1992, dispuesta a mejorar y, como es muy habitual en las familias asiáticas que emigran a este país, decidida a dar a sus hijos una buena educación.
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Lo estaban consiguiendo. Quince años después, su hija mayor, que en 2004 se graduó en la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey, -que forma parte del grupo de casas de estudio más prestigiosas y costosas del noreste de EE.UU. conocido como "Ivy League"- trabaja ahora en el Departamento de Estado.
Su hijo Cho, que siempre fue un muchacho extremadamente solitario, había conseguido entrar en la Politécnica de Virginia que, en su especialidad técnica, se encuentra también entre las universidades bien reconocidas de Estados Unidos.
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Según retazos de la vida de la familia que han salido a la luz tanto en su Corea natal como en Estados Unidos tras la tragedia del lunes, los Cho regentaban en Seúl una tienda de libros de segunda mano que les daba malamente para vivir.
"Ellos compraron el pequeño negocio con el dinero que ganó mi yerno en Arabia Saudita antes de que se casaran", dijo el señor Kim, abuelo de Cho.
Sin embargo la inmigración no fue fácil. "Se fueron en avión sin mucho dinero", dijo el abuelo del atacante.
Kim dijo que parientes de su yerno habían invitado a la familia a Estados Unidos, donde ellos trabajaban aparentemente en un lavaseco.
Su entonces casero coreano recuerda ahora que, cuando iban a emigrar, el señor Cho, al que él identifica como Seong-tae, le dijo que se iban a América porque "es difícil la vida aquí y es mejor vivir en un lugar donde eres desconocido".
Vida muy discreta
Este parece ser el pensamiento que ha marcado la vida de los Cho en Estados Unidos, donde, en opinión de sus vecinos, tienen fama de ser personas "muy amables y corteses", pero que hablan poco.
"La madre sonríe siempre y saluda con la cabeza", explicó al diario The Washington Post una vecina de Centreville, quien tampoco se extraña de que no hablaran con nadie, en principio, por las limitaciones con el idioma y después porque en este vecindario "todo el mundo trabaja".
De hecho, muchos de los vecinos ni sabían que los Cho tenían un hijo.
Sí hablan de la hija, que dicen que sale de casa junto con sus padres a las siete de la mañana. Ella se dirige al Departamento de Estado, ellos a la lavandería que regentan no muy lejos de su casa.
Este trabajo humilde y sacrificado, no obstante, les permitió hace ya ocho años -cinco años después de llegar al país- comprarse la casa adosada en la que viven y que, según el Post, está valorada en unos 400.000 dólares.
El vecindario es tranquilo y seguro, la casa tiene tres pisos, un pequeño jardín y es nueva. Su vida, aparentemente, es mucho mejor que la que llevaban en Corea del Sur.
Ahora no están. No se sabe donde han ido para apartarse de la maraña de periodistas ansiosos que ha copado la tranquila callecita en la que viven. Algunas fuentes apuntan que han tenido que ser hospitalizados en estado de "shock", pero no se ha confirmado.
La registró la policía. Los vecinos dijeron que se llevaron algunas cajas y que sacaron fotos, porque se veían desde fuera los flashes. No se sabe más.
Tampoco tienen más información en su tierra natal, desde donde los familiares más cercanos -incluso hermanos de los padres- aseguran que, desde que se fueron, no han vuelto a saber más de ellos.