El ritual para despedir el año que fenece torna a la ciudad en una hoguera después de las doce. El fuego trata de consumir los malos ratos y la desazón.

Durante los últimos minutos del 31 de diciembre, la ciudad es una hoguera. El año expira representado en un monigote. Su cuerpo de tela y aserrín, papel y madera o cartón y esponja es devorado. Su sangre es pólvora y sal. Sus vísceras petardos y camaretas.

Doce meses se consumen en esa pira que condena y celebra, en ese fuego que destruye y purifica. Ese monigote de una u otra manera eres tú, soy yo, somos todos.
Ecuador es el único país que despide el año quemando muñecos. El origen de esta practica es muy antigua.

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El español Pedro Millar, en sus crónicas de viajes, anota que al llegar a Guayaquil en 1870 ya se practicaba esta costumbre, y sus mayores ejecutantes eran aborígenes y mestizos que monopolizaban la festiva incineración.

Algunos creen que los monigotes fueron introducidos por valencianos y andaluces porque en Valencia, España, para las fiestas de San José, se organizan concursos barriales de las Fallas (inmensos monigotes que son verdaderas obras de arte). La pieza triunfadora entra al museo de la ciudad y las restantes son quemadas en medio de fuegos pirotécnicos.

Otros estudiosos cuentan que nuestros aborígenes armaban bultos con la vegetación seca que ya había dado frutos y los quemaban. También había tribus que, antes de partir a la guerra, lanzaban al fuego muñecos que representaban a sus enemigos. Creían que así los hechizaban.

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La costumbre de confeccionar y quemar “años viejos”, con ciertas variantes, sigue vigente. Las otras ceremonias que completaban el ritual de fin de año, como el paseo de las “viudas”, la redacción y lectura del “testamento” casi han sido exterminadas del imaginario popular.

Años atrás, las viudas fueron prohibidas por los intendentes de la policía. Acusadas de que bajo ese enlutado disfraz se ocultaban carteristas y homosexuales, los cuales no se disfrazaban para divertirse y recolectar unas pocas monedas sino para cometer desafueros en contra de la moral y las buenas costumbres.

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Desde las primeras horas de la mañana del 31, los muchachos y niños paseaban en hombros al monigote. A un costado, iba la viuda, vestida de negro, llorando la muerte de su esposo.  Los que conformaban ese picaresco cortejo fúnebre agitaban y hacían sonar las monedas recolectadas y guardadas en recipientes de lata. Aún escucho la frase que durante todo ese día se repetía una y otra vez: ¡¡¡U-na-ca-ri-dad-para-el-año-viejo!!!

Testamento burlón
La ceremonia del testamento del año viejo también poseía un profundo sabor barrial, casi familiar.

Todo comenzaba cuando los muchachos de la esquina confeccionaban el año viejo. Entonces en la barriada crecía una nerviosa inquietud porque sabían que el testamento abordaría, medio en broma y medio en serio, hechos y temas que en otras circunstancias nadie se atrevería a mencionar. Saldrían a relucir los trapitos sucios que habían permanecido en secreto.

Los muchachos de la esquina se reunían para deliberar sobre qué y quiénes escribir. Cada uno conocía tal o cual cosilla de la gente. Información que era enriquecida gracias al aporte de muchachas, señoras y señores que aprovechaban la ocasión para que el año viejo diga algo picante sobre una persona amiga o para clavarle una banderilla en el lomo a un mal vecino.

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Todos sentían alegría por lo que podrían oír de otros, pero también inquietud por lo que otros podrían decir de ellos. Pero entre bromas y chistes, a las finales, el testamento no hería a nadie sino que criticaba jocosamente a la barriada.

Cuando faltaba media hora para que las campanas anunciaran el fin del año, la quema del monigote y la llegada del Año Nuevo, se leía el testamento. Todos querían saber quiénes eran los herederos y qué les testaba el año viejo.

El encargado de leerlo asumía poses dramáticas: carraspeaba, miraba a todos y después de un breve silencio,  iniciaba la lectura.

Los testamentos han cambiado. Ahora se los redacta para los concursos, perdiendo así su sabor barrial.

En ciertos trabajos, los compañeros escriben el testamento dando hacha y machete a sirios y troyanos, no dejando salvo a nadie. Los jefes y gerentes son los más afectados porque, de chiste en chiste, les dicen crudas verdades.

Pero ahora, los años viejos gracias a los tiempos de crisis, no testan nada y ni viudas que lloren por ellos tienen, son velados en las esquinas, en las afueras de las casas, portales o simplemente son asomados a ventanas y balcones.