Hay un principio doctrinal que, sin cambiar, tiene aplicaciones divergentes. “El amor conyugal sirve a la felicidad de la pareja y al bienestar de la familia y de toda  la sociedad”. En su novela Los Novios, Manzoni nos deja la imagen de una sociedad agrícola, en la que  los matrimonios tienen que ser fecundos en hijos, para garantizar la supervivencia de la humanidad. En tiempos de Manzoni las pestes diezmaban la población; entonces de diez hijos nacidos sobrevivían solo tres,  pues la medicina occidental era incipiente y estaba al servicio de pocos. En una sociedad agraria la persona no necesitaba mayor preparación, desde su niñez podía dar su aporte a la sociedad; cada niño “venía con su pan bajo el brazo”; la sociedad urbana industrial, fruto, en parte del desarrollo de las ciencias, exige a los padres que preparen a sus hijos durante dieciocho años, para que  puedan dar un aporte a la sociedad; en el campo las casas carecían de los servicios actuales, pero eran amplias y podían acoger a numerosas personas. Por estos y otros cambios, el aumento demográfico se ha convertido generalmente en problema.

El amor conyugal sigue teniendo las mismas finalidades de ayer, pero sus aplicaciones son diversas. Para servir a la generalidad de sociedades en las que vive, el matrimonio debe regular los nacimientos. El problema está en el cómo. Debo limitar en este artículo mi reflexión al proyecto de ley presentado por algunos “honorables” diputados, sin sacarlo del contexto internacional.
La medida radical para regular los nacimientos objetivamente es la promoción de la justicia internacional. Los biólogos afirman que una especie es tanto más fecunda cuanto más débil; por ejemplo, los ratoncitos son mucho más fecundos que los gatos.
Un matrimonio bien alimentado, vestido, hospedado, instruido, educado es menos fecundo que un matrimonio que no goza de esos bienes sociales y sobrevive en los páramos o en la montaña.

Los que pretenden tener derecho a acaparar los bienes del mundo, para disminuir la presión de los países emergentes, se oponen precisamente a esta medida e imponen la limitación de nacimientos. Para limitar los nacimientos sin compartir, además de sembrar la convicción de que el sexo no es un gesto de  amor, sino objeto de consumo, imponen leyes  antinatalistas en las neocolonias.

¿Cómo las imponen? Con  presiones psicológicas y económicas; las imponen condicionando préstamos y otros negocios; pagando, o comprando, o atontando a “honorables” para que hagan suya la bandera del antinatalismo y desechen el largo proceso de educación y capacitación.

Los neocolonizadores muestran gradualmente su plan: de los medios anovulantes pasan a los esterilizantes y  a los abortivos.
  Egoístas, ¡ya fuera promueven la eutanasia! Legisladores, ¿es un óvulo fecundado y más aún anidado un tumor en el seno de una mujer o es una persona en germen?  Si es, como es, persona en germen, la mujer no tiene derecho a solucionar su problema, por grave que sea,  matando  a esta persona que, además, no puede defenderse.